En modernas vitrinas iluminadas, se exhibe una línea de bombonería evolutiva, chocolates de colores y sabores que nos remontan a la misma emoción que experimentábamos ante las golosinas en los felices tiempos de la infancia. Estas pequeñas tentaciones no son propiamente un chocolate, aunque su base de cacao sí lo sea; son dulces que convencen a la mente de que se está comiendo un recuerdo. Así aparecen en el archivo de la memoria la estridencia del chicle Motita de plátano o del Gansito Marinela congelado. También puede experimentarse la línea que mezcla sabores: el intenso color verde de la hierbabuena y el exótico sabor del tamarindo, o con un poco más de atrevimiento, mezcal de gusano con naranja, o amaranto con chapulines o pan de muerto. La variedad atrapa la vista, se antoja probarlos todos por su colorido: morado, amarillo, azul intenso, o rojo como un lápiz de labios.
El chocolate verdadero es negro, de tez morena, es un dios mexicano cuyo espíritu ha sido encerrado en lujosas chocolateras coloniales de maderas preciosas como las que aún pueden verse en el museo Franz Mayer o en la plazuela de la Santa Veracruz, y es que el chocolate fue considerado siempre un tesoro.
Cuando era libre, en tiempos prehispánicos, fue moneda que estuvo a la par del oro, se preparaba con agua y se endulzaba con miel de caña; los guerreros preferían la versión afrodisíaca; el emperador Moctezuma lo tomaba sin tanto dulce y con chiles secos molidos, en una bebida fría o caliente que se parecía más bien al mole. La calidad untuosa del cacao de la región del Socunusco, en la entonces lejana Chiapas, maravilló a los frailes evangelizadores, los conquistadores gustaron de la versión dulce y mandaron su aroma junto con el oro brillante al Viejo Mundo, para que el rey de España lo disfrutara. La delicia de este producto exquisito fascinó a las cortes europeas y a quien costear su presencia en la mesa pudiera, tanto que la iglesia llegó a prohibirlo por ser fuente de pasión extrema.
Pasó el tiempo, los suizos, italianos y franceses idearon fórmulas para hacer con él prodigios de repostería y dulcería. La guerra requirió miles de barras de chocolate, un amuleto portátil para no sentir tanto miedo. En tiempos de paz se industrializó, llenando el mercado de dulces que sabían a chocolate; los que habían probado y disfrutado el auténtico, lo buscaban afanosamente, ya fuera en su versión artesanal indígena, en la que era tatemado, o en la europea de tostado medio, batido hasta obtener una textura de terciopelo, adicionado a veces con frutos del almendro y del nogal, o con el perfume de la vainilla, orquídea que se inclinó reverente ante esta deidad cuyo poder aún se manifiesta.
El chocolate tiene un lenguaje silencioso que solo entienden los iniciados, habla con su espuma cuando hierve, por eso el molinillo de madera, a modo de vara mágica, lo acalla para que no se desborde, disolviendo las tablillas y mezclándolas para que no se quemen, para que se fundan en agua o en leche en una alquimia perfecta y nos cuenten historias de barcos, de mundos de canela, de árbol, de trópico y de dioses.
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