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Otro canal de Panamá

No es solamente uno, ni necesariamente en mayúscula, el canal que atraviesa Panamá en su parte más estrecha. Los brazos del río Gatún acompañan a la bestia de la ingeniería que acerca al Atlántico con el Pacífico. Un gran paso, dicen, de la humanidad. El Canal, con un peaje promedio de cincuenta mil dólares por cruce, ahorra a los buques de carga un viaje al fin del mundo y ofrece un espectáculo de navíos que parecen levitar, con todo y las miles de toneladas que cargan, en el sistema de reclusas que compensa el desnivel entre los océanos. Los canales naturales del Gatún, en cambio, solo siguen su curso natural con humildad. Quizás por eso nadie habla de ellos. ¿Qué atención merece una piragua dejada al cause de un río cuando a unos metros, en una gran muestra de destreza naval, un barco desfila por un angosto canal separado del borde por apenas treinta centímetros? Aparentemente nada. Pero las apariencias, dicen también, engañan.

Si solo hablamos de marcar en una lista los atractivos cliché del mundo, sí, con una visita rápida al mirador del Canal de Panamá basta. Pero la geografía panameña da para mucho más que un acto de gran ingeniería y la selva que rodea al Canal está colmada de escenas fascinantes. Las piraguas que esporádicamente se dejan ver en los brazos del Gatún son la puerta de entrada a otro mundo, uno de tradición ancestral y naturaleza virgen. Y que resulta más alucinante que el skyline de la ciudad de Panamá y su título de la “Miami latinoamericana” que tanto presume. Como sea, centros comerciales y rascacielos se ven en todo el mundo, indios emberá abriéndote las puertas de su casa, no tanto.

El curso de la piragua
El viaje comienza en una desviación de la Carretera Transístmica, a una hora de la ciudad de Panamá, donde se encuentra el puerto del Gatún, más identificable por el puente que lo cruza que por su condición de puerto. Se trata de una parada a orillas del río donde se pueden estacionar rústicamente un par de vehículos, y a juzgar por el nombre, embarcar navíos no muy elaborados. La verdad, de puerto no tiene mucha pinta y nadie que desconozca su función se atrevería a suponer que ese es el punto de partida de un barco. Y no lo es. El puerto solo sirve para las piraguas, una especie de canoa a la que cualquier superficie firme sirve como punto de embarque. Uno de esos troncos convertidos en buses fluviales, al que miro con ojos de “dudo que me aguantes”, es el que nos adentrará en la jungla.

De la piragua se bajan dos hombres en taparrabos que nos invitan a subir. No sé, algo en la escena no me convence. Aunque con el beneficio de la duda, no puedo dejar de pensar que todo esto de la balsa y los cuerpos tatuados tiene su parte de montaje para satisfacer al turista en busca de la experiencia étnica. Habrá que averiguarlo y para hacerlo hay dos opciones: subirse a la canoa o nadar. Descartado lo segundo, me subo a la piragua y ocupo la primera de tres rústicas bancas de madera cubiertas con chalecos salvavidas.

El hombre que impulsa la piragua con una vara de madera la tiene fácil: el trayecto es corto y lo conoce tan bien que podría hacerlo con los ojos cerrados. El otro no corre con la misma suerte: lo bombardeo con preguntas sobre el río en el que navegamos, los patrones geométricos que predominan en sus tatuajes, las palabras en emberá bedea y él mismo. Las respuestas son una breve cátedra de botánica, historia y geografía que se complementa con un “espera a que lleguemos a la comunidad, que ahí entenderás muchas cosas”. A medida que el interrogatorio avanza la huella humana en la selva se desvanece y nuestro ruido se asume insignificante ante el graznido de aves que, sin dejarse ver, nos recuerdan que estamos en su casa.

Apenas unos metros antes de llegar a la comunidad tomamos una desviación que nos conecta con una laguna. A juzgar por la mirada habitual de mis compañeros de piragua no es nada especial, solo el camino para llegar a casa. Unos cruzamos el Periférico, otros, una laguna que parece salida de cuento con lirios que pintan el agua de verde, monos que se columpian en lianas y un tapiz de árboles centenarios que recuerdan los días en que Panamá era parte de Colombia. Y al fondo, un par de palapas escondidas entre el follaje que anuncian la llegada a casa: la comunidad Emberá Quera.

¡Hola, chava!
Cuando la piragua llega al muelle toda la comunidad nos recibe. Entre los hombres todos se dicen “chava”. Y no, no todos se llaman Salvador, “chava” es la voz emberá para “amigo”. Cada uno de los miembros se presenta y nos invitan a pasar a un boio, como llaman a las palapas. No son muchas personas las que integran la comunidad, quizás unas treinta, y todos visten el traje típico: los hombres, guayucos, una especie de taparrabos, y collares, en su mayoría de chaquiras; y las mujeres, pareos de tela con motivos florales y un top con decorados plateados. Cuando nos hemos saludado todos la vida en la selva regresa a su tranquila cotidianidad.

La escena es tan increíblemente pintoresca que cuesta trabajo creerla. Los niños corren de un lugar a otro persiguiendo pericos y tucanes, sus mascotas según la tradición, mientras que las mujeres tejen bolsas y máscaras con fibras de palma (chunga y nahuala) y los hombres tallan madera o tagua, la semilla de una palmera que abunda en la región. Cada tanto se escucha alguna percusión, el soundtrack que irremediablemente acompaña al trópico. Fascinado, me pregunto hasta qué punto esto se trata de una invitación a conocer la cultura emberá y no de una tomadura de pelo para turistas que quieren conocer a Mowgli. Para encontrar algunas respuestas me acerco directamente a Atilano, un nocó de la comunidad, como llaman a los jefes. La plática, que empieza con una explicación sobre la organización de la comunidad y su historia, deviene en una charla de casi una hora sobre tradiciones, anécdotas personales y sensatos problemas de traducción: yo con mis regionalismos y él con los suyos, algunos propios del español panameño y otros herencia del emberá bedea.

“Sí, por supuesto que vivimos del turismo y queremos visitantes contentos”, dice Atilano, “por eso formamos Emberá Quera, pero lo que hacemos aquí es lo que hemos hecho siempre”. Y me explica que la comunidad se formó con varias familias que, de forma voluntaria, le apostaron al proyecto del turismo sostenible y bajo ese principio se juntaron y compraron el terreno donde están ahora. La comunidad vive de la siembra de plátano, yuca y ñame y de los ingresos que aportan los visitantes con su visita y la compra de artesanías. Y la organización no es muy distinta a la de una comunidad cerrada: cuentan con un botánico, un nocó encargado del orden social, maestros y una escuela que ellos mismos construyeron. En cuanto a las artesanías, sí, su fin es venderlas a los turistas, pero antes de formar la comunidad lo hacían de todas maneras y con un intermediario, así que por lo menos ahora el dinero que genera cada venta es en su totalidad para el artesano. Los bailes y cantos quizás son lo único que no se realizaría con la misma frecuencia si faltaran las visitas. Pero estamos de acuerdo en que a nadie le cae mal un rato de percusiones y bailongo.

Atilano me cuenta también sobre algunas tradiciones como la de celebrar el término de una construcción para que no se caiga el peso de la misma en quienes la construyeron y la de hacerse tatuajes con jagua para protegerse del sol y los moscos. Cuando termina mi lección privada de introducción al mundo emberá, Atilano me presenta con Alipio, el botánico de la comunidad y uno de sus integrantes más longevos. Alipio prefiere compartir sus conocimientos de una forma más pragmática, así que nos da un recorrido por la selva con el pretexto de mostrar sus hierbas y árboles predilectos, los que olemos, sentimos y, en algunos casos, probamos. En las comunidades emberá no hay chamanes, los botánicos son los encargados de sanar enfermedades con su conocimiento de las propiedades de hojas y tallos.

Festín emberá
Después de recorrer la comunidad y ver la escuela, el sembradío y el boio que sirve como lodge para quienes quieren pasar la noche en la selva, Alipio nos guía de vuelta para el almuerzo. La cocina emberá no es elaborada ni variada, así que los platos que nos tienen preparados comprenden buena parte de su gastronomía. Sobre charolas de madera encontramos fruta picada, pescado frito y, por supuesto, petacones (tortitas fritas de plátano o, como le llaman los emberá, guinea). La vajilla es muy tradicional: los platos son hojas grandes de diferentes plantas enrolladas como cono y los cubiertos son los dedos; sin complicaciones y considerablemente más amigable con el entorno que el unicel y el plástico.

De postre hay una media hora de bailes y cantos tradicionales. Los hombres tocan todo tipo de percusiones —la más exótica de ellas es un caparazón de tortuga— mientras que las mujeres bailan y nos convencen de hacerles la segunda. Antes de regresar sobra un rato para echarle un ojo a las artesanías que hacen en la comunidad: máscaras de varios animales tejidas en fibra de chunga, platos con patrones geométricos producidos con tintes naturales y animales miniatura tallados en madera de cocobolo. Un buen recuerdo de aquella vez en que una piragua cruzó el umbral a un cuento de la selva.

Guía de la selva panameña

[toggle Title=”Cómo llegar”]

El aeropuerto más cercano es el de la ciudad de Panamá. COPA Airlines ofrece vuelos directos diarios desde la Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara y Cancún al Aeropuerto Internacional de Tocumen en Panamá (copaair.com). Desde ahí se puede coordinar la transportación terrestre hasta el puerto de Gatún con una agencia de viajes o de forma particular.
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[toggle Title=”Dónde dormir”]

Emberá Lodge.
Palapas en la comunidad Emberá Quera. Rústico e ideal para vivir la experiencia completa.
[icon name=”e-phone”] (507) 6728 5987
emberapanama.com

Gamboa Rainforest.
Resort & Spa en el Parque Nacional Soberanía, cerca del poblado de Gamboa y al interior de la selva. Ofrece todas las comodidades de un hotel tradicional, pero en la selva.
gamboaresort.com
[icon name=”e-phone”] (507) 314 5000

Las Clementinas.
Hotel boutique colonial en el corazón del Casco Viejo en la ciudad de Panamá. La casona es hermosa, el servicio, espectacular y su restaurante, un hotspot de Panamá.
[icon name=”e-phone”] (507) 228 7613
lasclementinas.com
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Más información

Todos los detalles de la comunidad Emberá Quera, como precios, horarios e información adicional sobre los servicios que prestan, están disponibles en su página de internet. Es muy recomendable reservar la visita con anticipación, ya que la comunidad se prepara de antemano de acuerdo al número de visitas y los días en que están programadas.
[icon name=”e-phone”] (507) 6728 5987
emberapanama.com