La danza tiene una ritualidad única que viene desde que el ser humano tiene la necesidad de comunicarse, tal vez, una de las primeras formas de hacerlo. Un lenguaje que vino antes de que el hombre pudiese nombrar la naturaleza con la voz.
Ceremonias de fecundidad, de caza o para la guerra, motivos religiosos y odas a la muerte son las principales razones por las que comenzó esta ritualidad que tiene que ver con la respiración y los latidos del corazón; desde donde precisamente nacen los primeros ritmos, nuestra primera relación con las frecuencias.
Es el corazón nuestro tambor y nuestra sensible percusión. El cuerpo es la caja de resonancia que termina por hacer conscientes movimientos fascinantes que nos muestran la capacidad expresiva de un quiasmo con el que nos conectamos al mundo. Es el cuerpo llevado a ser un maravilloso universo de revelación. Un testimonio que enuncia la elevación del espíritu.
Camila Restrepo es bailarina de salsa, “caleña hasta los huesos”, dice. Es mulata, de pelo abundante y semIrizado. Su espalda es muy esbelta, se le marcan fácilmente los omoplatos. Su delgadez cambia radicalmente de la cintura para abajo. Piernas delineadas y fuertes, caderas anchas y ágiles que se mueven a una velocidad que es difícil de atrapar en movimientos precisos y fugitivos. Viene de una tradición de bailarines en su natal Cali, una ciudad clavada entre la cordi- llera Occidental y la cordillera de los Andes. Hermosa ciudad mestiza de la región sur del valle del Cauca con gran tradición por el baile afrocaribeño.
Camila da funciones en el bar Zaperoco de Cali, y también dic- ta clases privadas a locales y a turistas de todo el mundo. Cada año participa en el campeonato mundial de salsa local, y en el proceso, ella tiene una supersti- ción particular. Se viste con su colorido traje, medias resisten- tes y sensuales, maquillaje vis- toso y brillante. Después, hace algo que pocos pensarían:
En mi cuarto o bien en mi camerino, saco a Nuestra Señora de la Merced, la limpio con un racimo de buganvilias y después la levanto y le doy cuatro golpecitos con ritmo en el suelo, un ritmo de 4 tiempos por 4.
La bailarina da golpes como marcando el ritmo usual de la salsa. Por eso lo hace en dos compases de 4/4, o sea 8 tiempos. Su fe se vuelve en un elemento rítmico, una danza íntima con su santa patrona. De esa manera, dice, le ayuda a concentrarse y dar los pasos con mucha seguridad.
Tuve un novio que quise mucho, él era pianista de jazz e interpretaba también el son cubano. Antes de salir a las competencias, él veía que le rezaba a la Merced, casi siempre había música alrededor nuestro. Un día, él tocaba una escala en el piano y, mientras yo estaba terminando de rezar, después me dijo: “Por qué no bailas con la virgencita, tal vez le guste y te dé más suerte”.
Eso hizo Camila: daba pasos de baile mientras sostenía a la virgen, después siguiendo el ritmo del piano de aquel novio, le dio a la figura cuatro golpecitos en la base de su altar.
Nunca he tenido mejor suerte que aquella vez; quedé finalista del concurso y además me llamaron para formar parte del ballet de la compañía Delirio, que es como el Cirque du Soleil de la salsa.
Desde ahí, se le ha vuelto una costumbre a Camila. Siempre lleva una pequeña figura de la Virgen de la Merced de yeso y antes de salir a mostrarle al mundo la alegría y la pasión de un baile tan profundo, se envuelve en una danza intrínseca, personal y entrañable con el universo de su fe y el compás de la superstición.
En el mítico Teatro del Círculo, en Rosario, Argentina, una maestra dirige su mirada de lince ante cada paso, ante cada movimiento que fluye en el espacio. Laura Russo fue bailarina y hoy es maestra y crítica de danza en esta ciudad de la provincia de Santa Fe. Sus alumnos dicen que es muy exigente, pero que sabe lo que dice: “Nos hace evolucionar y eso importa mucho”, dice Karina, una de sus estudiantes.
Laura idealiza a Emma Livry, la bailarina parisina quien era la protegida de Marie Taglioni, figura que ocupa un papel central en la historia de la danza en Europa:
Livry nació en 1841 y siempre se la consideraba fea de la cara. Por allí rondaban dibujos satíricos sobre su protuberante quijada e incluso había innumerables chistes que remarcaban esa condición. Sin embargo, fue la última romántica. Toda la negatividad de la gente que solo se fijaba en sus líneas físicas, ella la convertía en amor, aclara Laura.
La maestra porteña, pero radicada en Rosario, enseña a sus alumnos a que el ballet debe salir de los estereotipos de personas finas, con rodillas alineadas, piernas largas y una espalda impecable. Ella apuesta por la belleza del baile, no por la belleza física; por la divinidad más allá del vestuario y del maquillaje.
Quiero que exista una pasión que sea la que dialogue con el público, y no tanto una cara encantadora; que el baile sea el ganador, que sea él quien muestre la maravillosa capacidad de los bailarines, dice Laura.
En cada función donde se presenta su grupo de danza, ella imprime una fotografía de Emma Livry y antes de que se abra el telón, quema la foto y esparce las cenizas sobre el escenario: “Es una manera de sacar el espíritu de Emma y que vuelva a bailar a través de nosotros, es también una manera de recordar su dolor y seguir transformándolo en arte”.
Cabe mencionar que Emma Livry murió por quemaduras. Su tutú ardió al entrar en contacto con las llamas de los candiles. No pudo quitárselo, estaba tan ajustado al cuerpo que terminó siendo parte de él. Las llamas la envolvieron por completo y su agonía fue horrible. Tenía 21 años.
Laura le prende fuego a la imagen de Livry, no para que vuelva a morir, sino para hacerla renacer en adagios, allegros y arabesques.
De Suramérica, regresamos a nuestro querido México, igual de diverso y pasional, donde el baile está en las venas de nuestra historia. Manuel “El Philly Bop” Arriaga, tiene 32 años y le encan- ta bailar danzón. Es de las generaciones jóvenes que preservan este estilo de danza cubana en el país y que es un espectáculo en la Plazuela de la Campana, en el puerto de Veracruz.
Aunque Manuel puede bailar el danzón con sutileza y con la precisión de no salirse del espacio que ocupa un ladrillo, su gran pasión es el llamado bebop, un ritmo que muestra el camino de rebeldía que trazó el jazz hacia el rock n’ roll. A Manuel le dicen “el Philly Bop” porque su estilo –dicen– se parece a aquel que naciera en Filadelfia en los años 40. Movimientos estilizados y gestos rebeldes. Manuel tiene la caballerosidad del danzón y la elegante rebeldía del rockabilly.
Creo que los dos estilos son provocadores. Los dos los encuentro en la personalidad encantadora del pachuco mexicano. Yo me siento muy atraído por ese personaje del barrio. Yo soy un pachuco, no pacheco. (Risas).
Este bailarín urbano dice que el danzón y el bebop son ritmos diferentes, pero que ha encontrado una conexión muy intensa en ambos: son galantes y poseen un juego muy intenso y cercano con la pareja. “Las mujeres juegan un papel muy importante, este baile es como mejor me puedo comunicar con ellas”, dice Manuel.
“El Philly Bop” tiene tatuajes en todo el cuerpo. Llama la atención que cada uno de ellos sea el rostro de una mujer. Me muestra desde el rostro de su bisabuela, hasta el de su actual pareja, Mónica, a quien se le conoce en el argot del rockabilly como “Rachel Sue”. Son 15 rostros que viajan por su espalda y brazos. Muchos de ellos muestran la particularidad de las chicas rockabillieras: con peinados de los años 50, o bien un paliacate atado en la cabeza, pestañas abundantes, labios destacados en colores brillantes y lunares en la mejilla. Chicas rebeldes que expresan desde tiempo atrás –y a través del baile y sus cuerpos tatuados– la emancipación de la mujer, el inicio de su empoderamiento.
Manuel tiene todos esos rostros, pero destaca uno de ellos por dos razones: es el único en blanco y negro; el único tatuaje que tiene de la cintura para abajo, a la altura de su muslo izquierdo.
Tuve una relación muy pasional que más bien era enfermiza. Una pareja que se fundía en celos. Cada vez que yo salía a bailar, se enojaba, y si me veía contento por estar bailando con otra chica, no se podía contener. Era violenta. Yo tenía una moto Yamaha XS 750 del año 1987, un tesoro para mí. En una pelea con esta chica, ella la empujó y me la tiró encima, yo por querer que la moto no se lastimara, metí mi pierna como acto-reflejo. El resultado es que me rompí la rotula. Estuve sin bailar cerca de 7 meses.
Tanto tiempo sin bailar, deprimió a Manuel. Además, el accidente le dejo una cicatriz por toda la pierna, cicatriz que a la altura del muslo sostiene el tatuaje de aquella chica sin nombre –prefirió no compartirlo–.
Me hice ese tatuaje para recordar que nunca más debo llegar a ese tipo de relación. Es un tatuaje que fuera de causar desazón, busco que me proteja. Es una manera de recordarme y decirme a mí mismo que lo que me encanta es bailar y que no le voy a permitir a nadie que me quite esa condición.
Manuel me dice que, ante la violencia, está el baile. Que la danza puede salvar al mundo.