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Carnaval: imágenes paganas

Carnaval, esa juerga que se espera desde el mismísimo día en que termina. Carnaval, la esta más esperada del continente que es, al mismo tiempo, una de las primeras celebraciones del año. Carnaval, desde el sábado hasta el Miércoles de Ceniza, pero unos días antes y otros también después.

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Foto: Guido Piotrkowski

Las llamadas murgas y el candombe retumban en Montevideo, Uruguay. Mientras que Río de Janeiro, Olinda y Salvador son los tres puntos de Brasil que expresan en clave de samba, maracatú y axé, la diversidad cultural que hay dentro del gigante sudamericano. Acercándonos aún más al trópico, la temperatura se eleva al son de la tambora en danzas como la cumbia, el mapalé y el garabato en Barranquilla, Colombia. Y las trompetas de la murga, las carrozas acuáticas del Carnaval de Penonomé y el agua de los culecos refrescan al pueblo de Panamá.

Transitando la región andina, un sinfín de bailes forman par- te del impresionante despliegue folclórico de Oruro, con comparsas que danzan a 4,300 metros de altura, en el altiplano boliviano. Muy cerca, en Arica, Chile, se adelantan a la fecha oficial. Este año, lo celebraron entre el 15 y el 17 de febrero, con más de 16 mil bailarines y músicos de Chile, Perú, Bolivia, Argentina y Brasil. Al otro lado de la frontera, los diablitos se apoderan de los cerros de mil colores de la Quebrada de Humahuaca, en el norte argentino.

Este 2019 que despunta, se hizo rogar un poco más de lo habitual. El festejo cae generalmente en fe- brero, pero este año, los insondables caprichos del calendario lunar estiraron la espera hasta los primeros días de marzo.

LOS ORÍGENES

Algunos investigadores adjudican la invención del carnaval a la Iglesia católica, un hecho que habría ocurrido por el año 604, mediante la imposición de la Cuaresma previa a la Semana Santa, que prohibía placeres mundanos como beber alcohol y comer carne. El pueblo tomó entonces los días previos a la veda para entregarse de lleno al placer, y fue así que nacieron los días del “adiós a la carne” o carne-vale en italiano. La fiesta evolucionó en Europa, y con aquella impronta de los bailes parisinos, llegó hasta nuestro continente a quedarse para siempre. De a poco, y con el aporte fundamental de las culturas africanas e indígenas, el carnaval fue tomando identidad y ribetes propios en cada uno de los lugares donde se afincó.

Pero el carnaval no es solo juerga: la celebración atesora un valor cultural y patrimonial que expresa la diversidad del continente. Lo in- usual, diferente, y sobre todo, auténtico, encuentran aquí un lugar de expresión y de reconocimiento. Imágenes paganas de un festejo que ya es parte de la religión.

El carnaval es un evento único, en el que, más allá de las diferencias, hay un común denominador. Durante estos días, todos son iguales, las clases sociales se equiparan, los grandes son como niños. Como dijo un músico y viejo carnavalero de Bahía, Brasil: “Todos podemos cantar, bailar, disfrazarnos, sentir- nos libres. Es un lío saludable”.

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Foto: Guido Piotrkowski

NORTE ARGENTINO, CARNAVALEAR DESDE LA CUNA

Por aquí, el festejo caló hondo: se entreveró con el culto a la Pachamama (Madre Tierra) y las fiestas de la abundancia que se celebraban luego de las mingas, cuando los pueblos unían fuerzas para levantar la cosecha y, al terminar, organizaban una gran fiesta. Si en agosto se pide por la siembra, febrero es tiempo de cosechar, agradecer y celebrar.

Coplas, comparsas y corsos; carnavalitos, caporales y diablitos son las músicas, danzas y manifestaciones carnavaleras de esta región. Un entrevero de ritos y costumbres se ensamblan en San Antonio de los Cobres, en el corazón de la puna, el desierto de altura en la provincia de Salta. “Por ahí, acá somos callados, sumisos, vivimos en los cerros, estamos en el campo. Pero para el carnaval todo se transforma, nos olvidamos, no tenemos vergüenza, cantamos, hacemos todo lo que no podríamos hacer durante el año. Hay que sacar el diablo”, dice doña Teófila Urbano, integrante de la Comunidad Colla de San Antonio de los Cobres.

En la Quebrada de Humahuaca, provincia de Jujuy, se celebra uno de los carnavales más auténticos de Argentina. Rituales de una cultura ancestral e influencia española se fusionan en esta fiesta desenfrenada en la que reinan los diablitos. Ellos son el símbolo, traen alegría y buena suerte. La fiesta arranca con el “desentierro” del diablo y concluye con su “entierro”, cuando se lo quema para que renazca de las cenizas al año siguiente, vigoroso y renovado. Día tras día, las comparsas desfilan por las calles al ritmo de huaynos y carnavalitos. “El carnaval es sagrado para el quebradeño. Es alegría y es identidad –dice Walter Apaza, docente e investigador en materia carnavalera–, está muy arraigado y comprometido con el pueblo. No conoce edades: uno comienza en el vientre de su madre. Cuando naces, te ponen en la espalda y te llevan a carnavalear”.

BUENOS AIRES, ESPÍRITU BARRIAL

“La murga para mí es familia. Uno espera todo el año para el carnaval. Es hermoso, hay adrenalina en el aire”, dice Laura Frydenberg, integrante de la agrupación Los Desconocidos de Siempre, una murga del barrio de Almagro. En Buenos Aires, los carnavales tuvieron su auge en los años sesenta; luego, la dictadura los prohibió y renacieron al calor de la democracia.

Durante la década de los noventa, el movimiento de murgas recuperó la fiesta en las calles y fueron declaradas Patrimonio Cultural de la Ciudad, en 1997. Ya en 2011, se reinstauró el feriado de Carnaval. Hoy, las murgas representan el alma del carnaval porteño, que se festeja en los barrios todos los fines de semana de febrero. Así, la capital argentina se anima con el ritmo pegadizo y las canciones de protesta que imponen estas agrupaciones carnavalescas: la murga es sinónimo del barrio y señal de identidad. Son más de cien las que desfilan por una treintena de corsos (circuitos) organizados en los diferentes rincones de la ciudad, en un espectáculo gratuito.

La festividad es la frutilla de un postre que se cuece a fuego lento durante el resto del año, a fuerza de ensayos.: “El carnaval es una fiesta que el poder puede encorsetar, pero no atrapar. Es la celebración más prohibida de la humanidad. En Buenos Aires pasó por más de treinta años de prohibición, y eso es letal”, asegura Coco Romero, referente en la materia, músico y autor de textos carnavalescos.

“El de Buenos Aires es un car- naval que permite que las murgas desfilen por su territorio. No como en otros lugares donde se organizan puntualmente en un lugar y en una determinada fe- cha. Acá se festeja del primer al último fin de semana de febrero”.

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Foto: Guido Piotrkowski

ORURO, DEVOCIÓN Y DIABLURAS EN EL ALTIPLANO

Este festejo que sacude la modorra boliviana fue declarado como Obra Maestra del Patrimonio Intangible de la Humanidad por la Unesco. La ciudad es reconocida mundial- mente por esta vistosa fiesta y fue elegida como Capital del Folclore de Bolivia. Unos cincuenta grupos folclóricos, entre caporales, more- nadas, diabladas y tinkus, desfilan en una larga procesión coreografiada de cuatro kilómetros a lo largo de la avenida 6 de Agosto.

Los bailarines, ataviados en magníficos y coloridos trajes y máscaras, marchan hacia el punto final de este desfile, el santuario de la Virgen del Socavón, o la “Mamita”, a quien le dedican los bailes y sus promesas. Bailan enérgicamente alrededor de la plaza hasta llegar sonido ensordecedor de las bandas que ejecutan estridentes sus bombos, platillos, trompetas, clarinetes y trombones. Los devotos carnavaleros ingresan de rodillas al santuario y el cura los bendice. El desfile infinito se prolongará más allá de la medianoche. Después de veinte horas de baile ininterrumpidos, llegará la hora de El Alba, cuando a las cinco de la mañana, las mejores bandas se juntan en las graderías de las Avenida Cívica a tocar frente a frente para saludar a la Virgen y recibir el Domingo de Carnaval, hasta que el desfile vuelva a comenzar.

En la puerta del santuario, Car- los Daniel, integrante de la agrupación Sambos Caporales, dice al borde del llanto: “Esto es algo inexplicable. Cuando uno baila con fe, lo hace de corazón para venir a dedicarle todo a la virgencita”. A su lado, un hombre de impecable traje blanco, camisa roja, corbata dorada, trombón en mano, asiente. Mira fijo a los ojos y dice: “Se siente lindo ¿no?”.

ARICA, EL CARNAVAL DE CHILE

16 mil bailarines y músicos, tres extensas jornadas con más de 15 horas de música y bailes. 64 comparsas en competencia en diferentes categorías: Caporales, Morenadas, Tinkus, Tobas, Pueblos, Tarqueadas, Danzas Livianas, Comunas y otras de carácter local, más dos agrupaciones de Salay invitadas. 60 mil espectadores por día, 180 mil durante los tres días de este carnaval multinacional en el que participan músicos y bailarines de Chile, Perú, Bolivia, Argentina y Brasil, que hacen su despliegue a lo largo de dos kilómetros de un circuito por la zona patrimonial de la ciudad.

Los participantes trabajan todo el año en la preparación de sus bailes, trajes y música, que atesoran miles de historias y relatos con diseños artísticos y representativos de su cultura. Cada uno de ellos financia su indumentaria y accesorios. La premiación culmina con una multitudinaria fiesta a los pies del Morro.

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Foto: Guido Piotrkowski

MONTEVIDEO, AL COMPÁS DEL TAMBORIL

¡Cha-cha-cha, cha-cha! ¡Cha- Cha-cha, cha-cha! Repican los tambores en esta ciudad erigida en las costas del Río de la Plata. Y cómo redoblan, si hasta las manos sangran. En el barrio Sur de Montevideo, cuna del candombe, sube la temperatura. El tempo de las Llamadas marca uno de los puntos altos del carnaval más largo del mundo, que dura alrededor de 40 días.

Las murgas y el candombe son los pilares principales de la fies- ta uruguaya.

La murga, con su impronta teatral y europea, reúne el humor, la crítica y la parodia política en discursos cantados a coro, y se presenta en los tablados (escenarios) montados en diferentes puntos de la ciudad y los clubes barriales. El candombe llegó para colarse en todos los poros de esta mini-ciudad que canta y baila como nunca con el ritmo visceral africano, que destila sangre, sudor, y lágrimas. “El carnaval que
tenemos es el más largo porque es el más teatralizado. Nuestra forma de participar es comprar una entrada, ir, aplaudir, estar”, dice Juan Castel, coordinador del Centro de Investigación y Documentación del Museo del Carnaval.

Para la Llamada, cada año desfilan unas 40 agrupaciones al ritmo ensordecedor del chico, el repique y el piano, los tres tamboriles con los que los esclavos africanos se “llamaban” para encontrarse.

¡Cha-cha-cha, cha-cha! Palo y mano contra el parche. Sangre. ¡Cha-cha-cha, cha-cha! Garra y corazón para atravesar 15 cuadras batiendo un tambor de 15 kilos, con los tacos de 20 centímetros sin dejar de bailar. Sudor. ¡Cha-cha-cha, cha-cha! El maquillaje corrido, las piernas que tiemblan, el abrazo del final.

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Foto: Guido Piotrkowski

RÍO DE JANEIRO, FANTASÍA PERPE- TUA DEL BRASIL

“La esencia del carnaval cario- ca es la irreverencia, ridiculizar aquello que sería imposible de ridiculizar. Es un momento en el que abrazas al desconocido, al que te oprime. El carnaval per- mite una conciliación de voces, pero también es conflicto, no solo pacificación”, dice Cristine, una antropóloga local que estudia el el carnaval callejero de su ciudad. En Río de Janeiro las malas len- guas dicen que el carnaval na- ció en las calles y murió en el Sambódromo. Y que el carnaval de los turistas es en el Sapucaí, mientras que el carnaval carioca se vive realmente en los ‘blocos’. Si aquí todo el año es carnaval, durante los días en que Momo es rey, la cidade maravilhosa se convierte en el paraíso de los excesos bajo un Cristo Redentor que se hace el distraído.

Fantasías les dicen a los disfraces en Brasil. Y Río es, durante carnaval, eso mismo: una fantasía descomunal, un baile de disfraces gigantesco, una ciudad alucinada y desatada. Del metro al ónibus, de las playas a las plazas, van hombres vestidos de mujer, chicas en malla enteriza y medias de red; arlequines, mujeres maravillas y hombres arañas, y tan- tos otros disfraces extravagantes que desafían los cuarenta grados y la humedad que chorrea sobre rostros y torsos llenos de purpurina. La fiesta carioca es un loop desaforado. Un trance que va sin pausa hasta el Miércoles de Ceniza. Millones de personas bailan y cantan bajo el tronar de bombos y tamboriles, alzando sus voces disfónicas por sobre las trompetas y clarinetes. Multitudes que beben con desenfreno y se cortejan. Que se besan y abrazan. Que lloran.

Una semana a pura fanfarria, de excesos y samba marcan el car- naval callejero. Son tantos blocos –más de cuatrocientos– que si uno no se arma una buena hoja de ruta, es posible que termine perdiéndose entre la marea humana.

Ricardo Dumont, del bloco Carmelitas, dice: “El carnaval es la fiesta más democrática, todo el mundo tiene derecho a la misma alegría. El pobre, el rico, el negro, el blanco, el gay, la lesbiana, el evangelista. El carnaval es democracia”.

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Foto: Guido Piotrkowski

SALVADOR, BRASIL, EL PODER DEL PUEBLO

Los tríos eléctricos –grandes camiones transformados en escenarios móviles– sacuden la ciudad y arrastran multitudes por las calles de la capital bahiana. El trópico arde. El pueblo se estremece. Salvador es un hervidero de gente en ebullición, y en esta tierra donde reinan los ritos yorubas, el paganismo es ley.

Locales y visitantes vibran al ritmo del axé y el pagode a lo largo de tres circuitos callejeros donde la gran fiesta explota: Campo Grande, Barra/Ondina y Pelourinho. Por allí desfilan hasta altas horas megaestrellas como Daniela Mercury, Ivette Sangalo o Carlinhos Brown. “¡Sai do chao!” (“¡Salten!”), arengan las divinidades de la canción bahiana. Y la masa enloquece y el trío eléctrico acelera y todo el mundo corre y baila y salta y canta detrás. Ilé Ayé, Olodum y Filhos de Ghandhy son parte del mosaico negro que enciende otra llama en el carnaval de Salvador. Se destacan por su espiritualidad basada en el candomblé, la religión afrobrasileña. No solo utilizan la fiesta para divertirse, sus cantos son como plegarias y reivindican los derechos de los afrobrasileños. “El carnaval es el poder del pueblo, es una forma de desahogo”, dice Reginaldo, director del histórico bloco Secos e Molhados. “Tiene
cultura y diversidad. Uno puede hacer lo que quiere. Si quieres criticar, criticas. Si quieres vestirte de mujer, te vistes de mujer. El carnaval tiene el mismo gusto maravilloso de ganarle a Argentina. Es un caos saludable”.

OLINDA, BRASIL, TRADICIÓN NORDESTINA

Un mar de gente invade las viejas calles de Olinda y Recife, al compás del frevo y los redobles del maracatú, una mezcla autóctona de ritmos heredados de África y Europa, característicos del Carnaval de Pernambuco, al nordeste de Brasil. Centenares de agrupaciones de raíz africana desfilan por la pintoresca ciudad y arrastran por sus callejuelas cerca de un millón de personas al son de sus pegadizas melodías, ejecutadas por bandas de vientos y tambores. Los blocos se entrecruzan en las estrechas laderas del pintoresco centro antiguo y generan verdaderos embotellamientos humanos.

Son miles de cuerpos cubiertos de espuma y bañados en sudor. Danzan y cantan en trance bajo el abrasador sol nordestino. El carnaval de Olinda es un espectáculo frenético del que todos participan libremente. “Aquí se preservan las más puras tradiciones del nordeste brasileño”, explica Júnior, un artesano de Recife. En Pernambuco, las viejas costumbres se fusionaron con el toque moderno que aportan las nuevas generaciones de artistas locales, inspirados en la estela que dejó el recordado Chico Science, mentor del ‘mangue beat’, un renovador del movimiento musical.

El desfile de los muñecos gigantes es todo un clásico, con más de cien criaturas que pueden llegar a los tres metros de alto. Cada Sábado de carnaval, los seguidores del bloco más grande del mundo, según el libro Guiness de los récords, el Galo da Madrugada, convoca alrededor de dos millones de personas año tras año por las calles de la capital pernambucana. Y la Noche de los Tambores Silenciosos despierta multitudes en el centro histórico, aportando un toque místico a tanto desenfreno. Se trata de un desfile de agrupaciones que rinden homenaje a las almas, una vieja ceremonia de origen africano. Tradición, misticismo y desenfreno son las claves del carnaval de Olinda-Recife.

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Foto: Guido Piotrkowski

BARRANQUILLA, COLOMBIA, AL RES- CATE DE LAS DANZAS TRADICIONALES

“Quien lo vive es quien lo goza”, repiten una y otra vez por aquí. Ese es el leitmotiv de este carnaval y los barranquilleros lo cumplen a rajatabla. De sábado a martes, la fiesta explota en esta ciudad de almas caribeñas. El Carnaval de Barranquilla, declarado en 2003 como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la Unesco, es el más grande de Colombia y una de las mayores fiestas del país, en la que participan anualmente más de un millón de personas. Aquí se fusionan las culturas europea, africana e indígena combinando las festividades católicas traídas por los conquistadores con ceremonias aborígenes y la herencia musical de los esclavos africanos.

“Nuestro carnaval es europeo, africano e indígena, pero a la vez no es nada de eso porque ya es otra cosa, es una fusión creativa”, explica Mirtha Buelvas, antropóloga que investiga el festejo y sus raíces des- de hace más de treinta años. Entre las danzas tradicionales destacan la cumbia, el congo, el garabato, las farotas, el paloteo y el mapalé, que ya no existen en su lugar de origen y encontraron en el carnaval su manera de preservarse.

El sábado comienza con la Batalla de Flores, un desfile de carrozas, comparsas, grupos de baile y disfraces presidido por la reina. El domingo es el turno de la Parada de la Tradición y, el lunes, la Para- da de Comparsas. Todo concluye el martes con el entierro de Joselito de Carnaval, personaje que es como una alegoría de la fiesta, quien luego de cuatro días de intensa “rumba”, muere. Su cuerpo es llorado y sepultado simbólicamente por las viudas alegres que compartieron con él sus días festivos.

“El carnaval es esencia y elíxir de vida”, dice Carlos Cervantes, quien lleva más de 40 años desfilando con su personaje del Mohicano Dorado. “Cuando se aproximan las festividades carnavalescas y suena el bum bum del tambor, siento cómo la sangre me corre por las venas y se calienta”.

PANAMÁ, UN JOLGORIO SALUDABLE

Lo único que se toma en serio el panameño es el carnaval, suelen decir por aquí. Panamá arde y no solo por el calor tórrido del país tropical: desde la capital hacia el interior se viven cuatro días de fiesta a “puro goce”. Los festejos más tradicionales se hacen en el interior, sobre todo en Las Tablas, donde el carnaval se celebra con dos tunas o agrupaciones que compiten y se hacen bromas: Calle Abajo versus Calle Arriba. También aquí se realiza el desfile de polleras, el vestido típico.

Penonomé es una pequeña ciudad a 150 kilómetros de la capital. Aquí, en el balneario Las Mendozas, sobre el río Zaratí, se organiza desde 1970 el Carnaval Acuático, un original desfile en el que no hay carrozas, sino balsas alegóricas. “Nuestro carnaval es distinto. Usamos esta agua que es la tradición de nuestros antepasados, los indios zaratí, que utilizaban el río como medio de vida”, dice Agustín Tam, de la comparsa Los Nuevos Cascabeleros.

Mientras tanto, en la ciudad, bandas de salsa, grupos de reggae y reguetón, entre otros cientos de artistas, animan la fiesta desde la mañana temprano hasta altas horas de la noche. Todo comienza con los culecos, una tradición en la que el gentío se aglutina a bailar bajo el agua que arrojan con mangueras desde camiones cisterna. Luego viene una pausa y la calma, hasta las seis de la tarde, cuando todo comienza nuevamente con el desfile de carrozas.

No se ven disfraces ni rostros pintados en el carnaval panameño, porque fueron prohibidos hace algunos años, alegando que los ladrones los utilizaban para robar. Sin embargo, unos pocos resisten la prohibición, como el autodenominado Último Resbaloso, un hombre que deambula con cara de loco y dos dientes, el cuerpo y la cara pintados de blanco, una pelu- ca de cresta azul que juega a asustar a la gente. “Esta es la fiesta del pueblo, tenemos cuatro días de un jolgorio saludable para la familia, para el público y aquel turista que quiera venir –dice en medio del baile Avelino Tuñón, de la comparsa los Jamaiquinos de Río Abajo–. Panamá es un lugar de raíces, de cultura y de mucho amor”.

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Foto: Guido Piotrkowski

Texto y fotos por: Guido Piotrkowski