Río de Janeiro tiene un cuerpo bello, atlético y exuberante. La combinación tan increíble que tiene esta megápolis con la efusiva naturaleza la hace ser “a cidade maravilhosa”, una que –según dicen muchos cariocas- de los siete días que según el Génesis taró Dios en hacer el mundo, en esta ciudad se llevó tres.
HOTsuperstitious ha llegado a este hermoso lugar para conocer las creencias y manías más curiosas de los deportes que más se practican en esta ciudad, una de banquetas que bailan y dibujan los murmullos bipolares del mar, aquellos que hoy respiran una nostalgia futbolera, pero con una enorme felicidad de poseer a la cultura del deporte, como la musa que cada tarde sale a admirar cómo el sol esculpe al Corcovado una vez más.
Como sabemos, en Brasil el futbol es el deporte más popular y lo practican 30.4 millones de personas; justo detrás se encuentra el voleibol con 15.3 millones de adeptos y después, para sorpresa de todos, el tenis de mesa con 12 millones. Así se compone la terna de las actividades más concurridas en el país verde-amarela; y Río de Janeiro es un epicentro de todas ellas.
Leninha Nascimento, de 1.76 m de estatura, es voleibolista de playa amateur y juega actualmente con su compañera Sônia, su equipo se llama As Guerreiras da Areia. El voleibol le ha dado a Leninha otro panorama de la vida y la tiene en una realidad distinta a la que conocía dentro de aquella comunidad en la que vivía. Ella proviene del Complexo do Alemão, una favela al norte de Río de Janeiro, que durante muchos años fue considerada uno de los sitios más violentos de la ciudad.
Esta deportista lleva cerca de ocho años practicando en la playa de Ipanema y ha participado en más de veintiún torneos locales; ella afirma que tiene una superstición que va más allá de una creencia; “la mayoría de mis amigas oran o rezan el padrenuestro antes de jugar un partido importante, pero yo tengo otras manías, si es que se pueden llamar así…”.
Hace cuatro años Leninha compraba un repelente para mosquitos dentro de la favela y cuando salió del local se encontró con un elemento de la policía pacificadora quien, según replicó, la confundió con una persona a la que pretendían detener. “Ese policía solo me tomó fuertemente del brazo y me dijo que estaba detenida”. Leninha se asustó y opuso resistencia física, para después ser agredida por el policía, quien le pegó en piernas, brazos y cabeza. Cuando la estaban arrastrando a la patrulla, un señor se acercó a defenderla con la poca fuerza que parecía tener; traía una sucia camisa roja con un solitario y descompuesto número siete sobre la espalda; y así escaló el uniforme gris del oficial hasta llegar a su cuello y morderlo y hacer que soltaran a la chica. El policía amagó al repentino defensor, lo llevó al piso y lo pateó hasta dejarlo inconsciente.
El señor se llama Márcio, un vagabundo que husmeaba en la favela de vez en cuando para recoger las latas de aluminio vacías y así ganarse unos cuantos reales. “Siempre estaré en deuda con Márcio; aquel maldito policía estaba tan ensañado conmigo que, de no haber sido interrumpido, me hubiera lastimado gravemente y dejado fuera del deporte que más amo”.
Desde entonces, a esta voleibolista le nació una práctica que ha vuelto su propia superstición. Cada partido que gana toma un pequeño puñado de arena y lo encierra en un diminuto frasco al que le ata una delgada cuerda de cuero y lo transforma en amuleto, uno que acaba colgando del cuello de algún vagabundo de esta ciudad. “Es una protección que me gusta darles, además les ayudo con una pequeña donación económica”. Leninha lleva también uno de esos amuletos con arena, pero fue Márcio quien recogió el puñado para ella, después de un partido de semifinales al que fue invitado, contienda que As Guerrearas da Areia ganaron en la playa de Flamengo.
“Márcio es una especie de héroe urbano que estuvo allí en un momento crucial”, dice Leninha, quien ha dado amuletos a cerca de ochenta vagabundos en los tres años que van desde que comenzó su propia manda; “se me ha vuelto una costumbre y una superstición a la vez; si no la hago, no me siento segura”. Sobra mencionar que la camiseta con la que juega esta voleibolista lleva a cuestas un numero esperanzador: el siete.
En otros rumbos encontramos a Sérgio Kobayashi, quien es un nikkei, término usado para los descendientes japoneses, nacidos fuera del país del sol naciente. Él es nipo-brasileño y forma parte de los 1.5 millones que viven en Brasil, una de las mayores comunidades en dicho país y la más grande fuera de Japón.
Sérgio practica el tenis de mesa, un pariente del ping-pong pero con reglas más estrictas de juego, lo que eleva su grado de dificultad. Cuando “Koba”, como le dicen sus amigos, juega una partida eliminatoria suele ponerse nervioso; para ello tiene un remedio que le aprendió a un viejo amigo de Kanagawa, Japón, que dice lo ha tranquilizado hasta ahora. “Cuando estoy tenso escribo en mi mano, tres veces, la palabra ‘persona’ (hito), después cierro mi mano, la llevo a la boca y hago como si me comiera estas palabras”.
La estrategia puede cambiar si él llega a disputar una final de torneo; allí, Sérgio dice que entre sus cosas lleva un tanuki, que es un animal japonés al que se le atribuyen poderes extraordinarios. A esa figura le ha puesto una pequeña playerita del jugador Neymar Jr., cuestión que buscaba apoyar a Brasil en la pasada Copa del Mundo; Koba explica: “ya estoy buscando una playera de Alemania, creo que esa me traerá mejor suerte, tal vez el marcador sea 7-1 a mi favor”, dice riendo.
Sérgio me explica que desde niño se ha identificado con esta especie de tótem, pues en las creencias niponas se dice que es un animal muy travieso, como él se considera a sí mismo, “tengo el honor de un japonés, pero soy travieso como un carioca”, afirma. El tanuki, en una cultura más occidental podría ser comparado con los gnomos o trols. “Lo llevo entre mis cosas y le pido que le haga cosquillas a mi rival, que brinque sobre su raqueta o que juegue futbol sobre su cabello, simplemente que haga alguna travesura que lo pueda desconcertar”.
Koba dice que le gusta buscar supersticiones que le sean divertidas, en lugar de aquellas que piensen en lastimar a las personas, y agrega que en el deporte las cábalas te hacen sentir más seguro, pero que la mejor creencia de todas es la que se tiene en uno mismo.
Hay otra práctica en donde se arriesga siempre el físico, a cambio de vistas únicas y atardeceres insólitos. Hablamos del parapente, un deporte que si hay una ciudad donde es vistoso es en Río; forma parte de la atmósfera que envuelve la dulzura de esta ciudad.
Así acompañamos a Luciana Hammes, parapentista que cada fin de semana sube para tomarle el pulso al cielo. Luciana es decidida, atractiva y simpática, no esconde el coqueteo que emerge de su rostro de una manera natural. Prepara el GPS para el vuelo y carga sin chistar los dicisiete kilos que pesa todo el equipo. Ella dice que le gusta hablar con el viento; si en su cultura existiera Ehécatl, dios azteca de este elemento, sin duda sería su deidad. “Le pido que me proteja en el vuelo, que no sea tan duro conmigo y que me guíe a un buen aterrizaje”.
Cuando Luciana tiene un problema difícil deja que la vela del parapente lo aclare. Mentalmente pone en cada extremo las dos opciones posibles y deja que el venerado aire incline la balanza.
“Por poner un ejemplo, si quiero saber con qué garoto salir, tomo en cuenta cuál es el freno que más debo jalar para mantener la ruta, si el de la derecha o el del lado izquierdo; todo depende de la señal que mande el viento; pero eso sí, la decisión crucial, es la que hago yo”.
La parapentista vuela hacia la claridad de una decisión, y qué mejor camino para ello que sentirse como una nube, encima del eterno azul del mar carioca que refresca los versos maravillosos de esta ciudad poeta.