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Didier Dogba, elefante de paz

El árbitro pitó el final. Costa de Mar l explotó de felicidad, las calles de Abiyán –capital de facto– eran pura algarabía. En el norte, la afición mar leña también estaba desenfrenada. Era la primera clasificación del país africano a un Mundial. Todos portaban con orgullo la casaca naranja de la selección mar leña.

El  legendario camisa 11 nació en Costa de Mar l el 11 de marzo de 1978. Con la selección de su país disputó tres mundiales: Alemania 2006, Sudáfrica 2010 y Brasil 2014; anotó dos goles. Campeón cuatro veces de la Liga Premier de Inglaterra con el Chelsea, campeón de la Liga Turca con el Galatasaray y Campeón de la Champions League con el Chelsea.

Estadio Al Merreikh, Jartum, Sudán. 8 de octubre de 2005. 17:46 horas.

En las gradas rebosantes, la gente estaba expectante por el final del partido. Eran minutos cruciales. Sudán se había acercado en el marcador con un penal anotado por Tambal al minuto 89. Costa de Marfil ganaba tres goles a uno. Apenas unos segundos separaban a Los Elefantes de su primera clasificación a un Mundial en su historia.

Abiyán, Costa de Mar l, 2002.

Estalla la Guerra Civil en Cos- ta de Marfil tras un golpe de Estado el 19 de septiembre. Más de cuatro mil muertos y un millón de desplazados fue el saldo del sangriento con- flicto. El sur y la capital están controlados por el presidente Laurent Gbagbo y la mayoría cristiana; en el norte, dominan Alessandre Ouattara y la mayoría musulmana.

La batalla era campal prácticamente en todo el país. Cascos azules de las Naciones Unidas intervinieron en 2004. Incluso las Fuerzas Armadas de Francia entraron al conflicto cuando nueve de sus soldados fueron asesinados. El país estaba descontrolado. Solamente había una cosa que podía unirlos: la casaca 11 de Los Elefantes, de Didier Drogba, uno de los jugadores más prolíficos en la historia de África. Sí, ídolo de todo el continente.

Estadio Al Merreikh; Jartum, Sudán. 8 de octubre 2005. 18:07 horas.

Tras unos minutos de saltos y abrazos en el campo, los jugadores regresan al vestidor. Ahí se desató la locura: algunos bailaban, otros se estrechaban la mano con enjundia. Agua y champaña volaban regando de gloria a todos los jugadores. Mientras la algarabía se apoderaba del vestidor visitante, el capitán Cyril Domoraud invitó a un camarógrafo a grabar la celebración y entonces ocurrió la magia:

“TODO CUANTO SÉ CON MAYOR CER- TEZA SOBRE LA MORAL Y LAS OBLIGACIONES DE LOS HOMBRES, SE LO DEBO AL FÚTBOL”

“Hombres y mujeres de Costa de Marfil”, dijo Drogba, micrófono en mano y observando directamente a la cámara con rostro serio y tono enfático. “Del norte, sur, centro y oeste”, hizo una pausa y miró a sus compañeros quienes lo rodeaban abrazándolo. “Hoy demostramos que todos los costamarfileños pueden convivir y jugar juntos con un objetivo compartido: clasificar para la Copa del Mundo. Te prometimos que la celebración uniría a la gente”.

Aquel instante, puro y poético, parecía una de sus más gran- des jugadas. Era como si Didier Drogba encontrara el balón botando fuera del área.

El portentoso delantero corre hacia ella, desaforado, y de un solo toque cede la redonda a un compañero, a escasos cinco metros.

La cámara estaba estática enfocando a los jugadores. Todos tenían rostro enfático, el partido había quedado atrás, era lo menos importante. Súbitamente, todos los jugadores se pusieron de rodillas, la lente los siguió como pudo: “Hoy, te lo suplicamos, por favor, de rodillas, perdona. Perdona, perdona”.

El mediocampista detiene un par de segundos la esférica y espera el pique de Drogba dentro del área, cerca del borde izquierdo; cuando está libre entonces regresa la pelota al camiseta número 11.

El ambiente pasó en un par de segundos de ser desbordadamente festivo a ser absolutamente solemne. “El único país en África con tantas riquezas no debe caer en una guerra como esta. ¡Por favor! Depongan todas las armas. Emprendan elecciones, organicen elecciones. Todo será mejor”.

Drogba recibe con un solo pie. La cancha se termina. Un defensor sale a tapar con una barrida. Didier mira de reojo al portero y la pica con un ligero toque… apenas tiene ángulo.

Impetuosamente, como si Dindane acabara de anotarle a Sudán el tercer gol que sellaría la victoria, los futbolistas marfileños se pusieron de pie nuevamente. Las sonrisas aparecieron poco a poco. Aquellos ojos brillantes iluminaban más allá de la cámara. Comenzaron a cantar: “Queremos divertirnos así que dejen de disparar sus armas”.

Aquél mensaje iba más allá de las armas, apelaba a los valores más básicos de humanidad; imploraba que ambos bandos vieran más allá de la mira. Aquel mensaje de paz buscaba que todos los marfi-eños fueran reconocidos como ciudadanos marfileños, que los conflictos religiosos se resolvieran a través de la palabra, que se llevaran a cabo elecciones con serenidad y respeto.

La pelota vuela lentamente encima del defensa y el arquero. Se sostiene en el aire como si estuviera levitando, hasta que poco a poco comienza a caer pegada al poste contrario. Un sinfín de miradas la siguen sin parpadear. Corazones de Elefantes palpitan rápido.
¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!

Aquellas palabras frente a la cámara son el gol más importante en la carrera de Didier Drogba, consciente de que su país necesitaba mucho más que un Mundial, necesitaba paz.

Él, y solo él, tuvo la claridad de llamar a todas las comunidades con un solo objetivo. Supo amalgamar en un mensaje improvisado a todas las etnias en la búsqueda infinita de paz. Entendió que las líneas imaginarias que el hombre blanco dibujó –irresponsablemente– años atrás, eran solo eso, líneas imaginarias.

La selección de Costa de Marfil representa a todas las etnias y religiones. Jugadores del norte y del sur fueron capaces de entenderse dentro y fuera del campo y, si ahí hubo capacidad de tolerancia y virtud de amistad, entonces en todo el país era posible.

En 2007, Didier Drogba dio un paso más allá. El mensaje de paz frente a las cámaras había trascendido. El presidente accedió a cruzar a zona rebelde para festejar, todos juntos, que el delantero fue condecorado como el mejor futbolista africano. Y cuando parecía que nada podría superar aquellos gestos de civismo, Didier anunció lo imposible: Costa de Marfil jugaría en el norte (zona rebelde) frente al combinado de Madagascar. Drogba desafió a ambos líderes y los instó a dar un mensaje. Costa de Marfil aplastó cinco goles a cero al conjunto visitan- te. Por supuesto, Didier anotó aquella vez.

El futbol, un deporte que parece meramente trivial, unió a diferentes comunidades en una sola: la camiseta naranja de Los Elefantes. Una historia que surge desde los campos baldíos africanos donde una esférica –que paradójicamente tiene in- finitas enmendaduras– ayudó a coser nuevamente el tejido social marfileño.

Alguna vez, Albert Camus dijo: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Y ese es el punto de inflexión donde se separa lo importante de lo trascendental, cuando a través de la pelota, la sociedad es capaz de reconstruirse a sí misma des- de los principios más básicos de humanidad y el instinto, ese mismo que anidó el balón en las redes, es superado por la razón.

Didier Drogba tiene una fundación enfocada en la educación, salud y empoderamiento de la gente. Su fundación comenzó actividades en 2007 y él fue nombrado Embajador de Buena Voluntad de las Naciones Unidas. drogbafoundation.org

Ilustración por: Ximena Sánchez
Texto y fotos por: Alan Amper

Soy un ferviente fanático de las bandas sonoras de filmes de corte épico, y un enamorado declarado de la comida. Viajero impenitente, cocinero autodidacta y fan de los Rayos del Necaxa (aunque usted, no lo crea), ah, y toco la gaita escocesa. Cuentista, entrevistador, cronista y fotógrafo. He colaborado con National Geographic Traveler, Travel + Leisure, GQ y Futbol Total, entre otras.