
Homecoming marca la primera exhibición individual de Claudia Robles Gil, artista del hiperrealismo que trabaja a partir de fotografías de gran belleza y sensibilidad. A través del color, la memoria y la observación profunda, su obra explora el acto de volver a casa no como un regreso físico, sino como un reencuentro con el propio centro. En esta conversación, nos comparte cómo el arte se ha convertido en su lenguaje emocional y espiritual, un espacio donde convergen sus raíces mexicanas, sus viajes y su evolución interior.

Homecoming habla de regresar a casa desde distintos rincones del mundo. Para ti, ¿qué significa realmente volver a casa?
Volver a casa, para mí, no es solo regresar a un lugar físico, sino a un sentido de pertenencia interior. Crecí entre México y Estados Unidos, y durante mucho tiempo sentí que no pertenecía del todo a ninguno de los dos. Con el tiempo entendí que mi hogar no está ausente en uno u otro, sino en la totalidad que surge de llevar ambas experiencias dentro de mí, y también en ese espacio intermedio al que también pertenezco. Casa es México, casa es Estados Unidos, pero también son todos los lugares en los que he vivido y viajado; casa es ese espacio interior donde todas esas experiencias se encuentran.
Pintar —y crear en general— es la manera en que regreso a ese espacio que llamo ‘hogar’. Cada obra que realizo es un acto de retorno: un tejido de fragmentos del pasado y del presente, de mis raíces mexicanas, de las perspectivas que gané fuera de Mexico, y de las huellas de cada paisaje que he cruzado. En la pintura descubro que el mundo exterior y mi mundo interior no están separados, sino que convergen. Eso es lo que significa para mí ‘volver a casa’: no buscar un lugar único, sino reconocer el centro que llevo dentro, un centro al que puedo regresar siempre, dondequiera que esté, más allá de las circunstancias externas. Y saber que ese centro me sostiene, y que siempre estoy a salvo en él.


Tus mares morados y cielos naranjas sorprenden al espectador. ¿En qué momento descubriste que el color podía ser tu manera de contar emociones más que realidades?
Descubrí que el color podía ser mi manera de contar emociones más que realidades cuando me di cuenta de que los tonos que ponía en el lienzo no eran una traducción directa de lo que veía o fotografiaba, sino de lo que sentía en ese momento. Mis morados, naranjas y verdes no buscaban reproducir una imagen, sino transmitir la frecuencia de una experiencia. Con el tiempo comprendí que estaba creando mi propio lenguaje con el color, y que cada uno tiene su propia vibración: el morado codifica lo místico, el rojo enraíza con firmeza, el verde pulsa con vitalidad.
Un ejemplo es mi pintura “Le Marrakchi”. Sus rojos y naranjas expresan la calidez y el arraigo de aquel momento compartiendo la mesa con mi mamá y mi abuela en Marruecos. El verde inundó mis obras de Puerto Escondido porque esa etapa de mi vida trataba de la renovación, de crear una nueva manera de vivir y de pasar página al regresar a México después de varios años en Nueva York.
Hoy uso el color con más intención: no solo para describir un lugar, sino para transmitir la energía de un instante. Mis paletas no solo muestran lo que vi, revelan lo que se sentía estar viva ahí en ese momento. En ese sentido, mis pinturas son verdades emocionales: cielos que se vuelven naranjas no porque así fueran literalmente, sino porque esa era la intensidad que yo llevaba dentro.

Viajando y pintando, llevas contigo un pedacito de México en cada obra. ¿Cómo logras que tu país siempre esté presente, incluso en escenarios lejanos?
México está presente en mi obra porque lo llevo en la sangre. No tengo que forzarlo: su color, su alegría y su intensidad ya forman parte de mi ADN. La vibración de mi paleta refleja esa herencia, pero también es el lente a través del cual percibo el mundo.
Incluso cuando pinto fuera de México —en Marruecos, en Bali— esa sensibilidad ya está cosida en mí. Una pagoda en Asia puede situar al espectador en su contexto, pero las sombrillas en la playa transmiten el mismo espíritu festivo de una playa mexicana. Los tonos saturados de Marruecos me recuerdan a un tianguis de mi tierra. Lo que es único de ellos dialoga con lo que es único de nosotros.
No es algo meramente decorativo. La presencia de México está entretejida en mi manera de ver la luz, de sentir las texturas, de reconocer la calidez. Creo que ahí está lo que me distingue: veo puentes en todas partes. México no desaparece cuando viajo; se filtra, se entrelaza con otras culturas en un mismo lenguaje cromático. Mis cuadros no hablan solo de lugares, hablan de cómo la pertenencia viaja conmigo, y de cómo México —con sus colores, su calidez y su alegría— siempre está presente en el lienzo.


Estudiaste psicología antes de dedicarte al arte. ¿De qué forma esa experiencia se cuela en tu proceso creativo?
Estudiar psicología me dio una base para entender la percepción, la memoria y el comportamiento —por qué las personas ven y sienten de cierta manera y por qué aparece la resistencia. Esa curiosidad por lo oculto y lo subconsciente nunca me ha dejado, y se cuela en mi proceso creativo.
Cuando pinto, noto cómo las intenciones guían la expresión y cómo salen a la superficie verdades subconscientes a través del color y del gesto. La psicología me enseñó a buscar esas capas, pero el arte me ha llevado más allá —hacia algo más místico. Los colores tienen su propia frecuencia. A veces, mis trazos revelan emociones que ni siquiera había nombrado. Y hay momentos en que mis cuadros parecen estar vivos, cargados de un movimiento codificado que guarda verdades más grandes que yo.
De cierta manera, mi arte es donde la psicología se encuentra con el misterio: parte del estudio de la percepción, pero se expande hacia lo sagrado y lo universal. Pintar se vuelve un puente que conecta mi mundo interior con lo colectivo, permitiendo que lo que siento por dentro pueda compartirse y resonar en otros.
Nueva York y Ciudad de México han sido dos escenarios clave en tu carrera. ¿Cómo cambia tu diálogo con el público en cada ciudad?
En Nueva York, el diálogo en torno a mi obra es más afilado, más cosmopolita. Muchas veces se coloca en conversación con corrientes globales del arte contemporáneo, lo que me impulsa a ser audaz y a pensar internacionalmente. La escena puede ser muy competitiva, y durante un tiempo yo también sentí esa presión. Pero Nueva York también me hizo resiliente: me enseñó a mantenerme firme frente al rechazo, a confiar en mi voz incluso en medio del ruido. Esa resiliencia ha marcado profundamente mi expresión como artista. Con el tiempo aprendí a no medir mi valor a través de esas puertas de validación, sino a crecer en mi propio poder, sabiendo que mi obra encontrará su resonancia por sí misma.
En Ciudad de México, el diálogo cambia: es más íntimo, más emocional. El público conecta de inmediato con la fuerza de los colores, las resonancias culturales y ese sentido de pertenencia colectiva que ya está en el ADN de la obra. En mi primera exposición en CDMX me sentí profundamente energizada por la alegría y la presencia del público; es como si la vitalidad misma de la ciudad se reflejara en mí a través de ellos. Y como México es mi lugar de origen, exponer aquí se siente profundamente personal: como honrar mis raíces al traer su belleza a la luz. Esa calidez me dio una fuerza y un arraigo nuevos.
Para mí, es como hablar dos dialectos de un mismo idioma: en Nueva York, el intercambio es rápido, conceptual y eléctrico; mientras en México, es cálido, visceral y desde el corazón. Ambos me han expandido de maneras distintas, pero complementarias, y ambos forman parte de la artista en la que me estoy convirtiendo.

Muchas de tus pinturas nacen de momentos familiares o personales. ¿Cómo transformas esas memorias en imágenes que cualquiera pueda sentir propias?
Transformo recuerdos personales pintándolos con tanta honestidad que su esencia se vuelve universal. El momento puede ser profundamente único para mí, pero si lo abordo con total fidelidad emocional, el lienzo codifica la emoción que lo sostiene. Y la emoción es universal. Así que aunque alguien no haya vivido exactamente la cena que pinto, sí ha vivido el calor de pertenecer, la alegría de reunirse o la nostalgia de un cambio. Cuando pinto una cena en Marruecos con mi mamá y mi abuela, o en México comiendo tacos con mis amigos, no solo estoy pintando lo que pasó sino estoy pintando la atmósfera, el alimento, y la sensacion de conexion, de pertenecer. Por eso, entre más fiel soy a mi propia memoria, más resuena mi obra, porque la honestidad de una vida se traduce en la verdad emocional de muchas.
Has participado en exposiciones en Nueva York, Boston y ahora en la Ciudad de México. ¿Qué aprendizajes te han dejado moverte entre distintas escenas artísticas?
Cada ciudad me ha enseñado algo distinto sobre ser artista. En Boston, mis primeras exposiciones colectivas fueron más pequeñas e íntimas. Me enseñaron a compartir mi trabajo sin expectativas, a valorar la comunidad y la cercanía de esos primeros pasos. Nueva York fue todo lo contrario: una escena enorme, global y competitiva. Al principio fue intimidante, pero con el tiempo me dio resiliencia, persistencia y perspectiva. Afiló mi voz y me enseñó a sostenerla firme, a mantenerme auténtica en lugar de caer en la trampa de seguir lo que estaba de moda a mi alrededor. La Ciudad de México ha sido algo totalmente distinto y muy, muy padre: la escena artistica aquí es vibrante, cálida y llena de presencia. Exponer aquí es personal, porque es mi tierra. La energía es fresca, colectiva y alegre; es como si los colores resonaran distinto porque pertenecen al lugar de donde vengo. Moverme entre estas escenas me ha hecho más adaptable y también me ha mostrado que el lenguaje del arte es universal: solo cambia de tono según dónde se exprese.
Pasaste de “Learning How to See” a “Homecoming”. Si tuvieras que conectar esas dos exposiciones, ¿qué dirías que ha cambiado en ti como artista?
Learning How to See fue limpiar mi lente. Aprender a quitarme las distorsiones, dejar que la vida me golpeara con asombro otra vez, y pintar desde esa chispa inicial de presencia. Era yo como estudiante, aprendiendo a mirar de verdad.
Con Homecoming algo cambió. Una vez que el lente estuvo claro, ya no podía solo mirar: tenía que habitar lo que estaba viendo. Se volvió un tema de reconocer, de traer fragmentos de vuelta y decir: esto también me pertenece. Ya no era solo observadora, era parte de ello, del mundo que me rodea.
Ese cambio se ve en obras como “Tener lo Feo con Cariño”, donde en vez de rechazar lo que me daba miedo, elegí la ternura. O en “Little Warrior of Padang Padang”, donde entendí que la alegría de mi niñez sigue viva en mí y está ligada a mi fuerza de ahora. O en “Mexican Dhaba”, donde no solo pinté una escena, sino el ritmo y la calidez de mis raíces que sentí moverse dentro de mí.
La diferencia es sencilla: Learning How to See se trata de la percepción. Homecoming es sobre el reconocimiento. Ya no pinto solo lo que veo, sino lo que he aprendido a reconocer (e integrar) como parte de mí.

Obras como Los pescadores de Chacahua o Mama en Marrakech muestran cómo combinas paisajes y afectos. ¿Qué buscas rescatar de cada lugar que pintas?
En cada lugar que pinto, no busco solamente retratar el paisaje, sino la sensación que me dejó. Por ejemplo, en “Los Pescadores de Chacahua” quise mostrar un lado silencioso y armonioso de México, los pescadores trabajando rodeados de la naturaleza viva. Había labor y esfuerzo, sí, pero también una paz vibrante y dignidad en esa existencia cotidiana. Lo que busqué rescatar fue esa presencia y belleza del día a día. En “Mamá en Marrakech” se trata de caminar por un bazar marroquí con mi mamá y mi abuela: los colores intensos, las texturas, los sonidos y, a la vez, la intimidad de recorrerlo juntas. Cada obra es una forma de honrar tanto la riqueza externa de un lugar como la huella personal que dejó en mí.
Si tuvieras que describir Homecoming en una sola frase, como si fuera un recuerdo o una sensacion, ¿qué dirías?
Para mí, Homecoming es la alegría y la paz de finalmente pertenecer. Es reconocer que pertenezco a mí misma, y que ese poder siempre fue y será mío.