Pareciera que no hay nada y, sin embargo, cada rincón tiene su encanto: mientras más de cerca se ve la isla, más cosas se descubren. Apenas hay tres castillos, un puñado de pueblitos, una destilería y muchos, muchos borregos; aun así, es un destino icónico de Escocia.
Viajar a Escocia forzosamente implica escuchar que los atractivos más importantes están hechos de piedra y que sus paredes resguardan historias de la realeza. También hay destilerías de uisgebeahta, palabra en gaélico para denominar el whisky. Una vez allá, la gente habla mucho de Skye como un destino imperdible.
Hay dos formas de contar su historia: la primera es la formal, aquella que habla de una isla ubicada en la costa oeste de Escocia con paisajes naturales majestuosos, inmensas montañas rocosas, cascadas alucinantes y acantilados imponentes, que a su vez se conjugan con sonrientes lugareños de acento incomprensible, hoteles de lujo y otros bastante más modestos, además de una gastronomía envidiable. Aunque esta descripción está basada en clichés llenos de adjetivos –si bien reales– se quedan cortos. La segunda es la informal, aquella que enamora desde los sentidos: éste es ese relato.
Tápate pero no te refugies, dicen, y es que en la isla siempre, siempre, hace frío y afuera, en la naturaleza, está lo mejor. En algunas fábulas, cuando una nube gris sigue al protagonista de la historia, es sinónimo de mala suerte, pero allá no, al contrario, es completamente normal todos los días en cualquier temporada del año. Una vez en la isla, hay un sinfín de carreteras entre montañas que parecen no tener fin; el destino es irrelevante cuando sin importar dónde te detengas habrá un paisaje digno de cuento. Más historia y menos alegorías.
En la isla, el viaje está dictado básicamente por dos cosas: la ineludible necesidad de un automóvil (advertencia que quien haya estado ahí hará cuando hable del lugar) y el gusto por la naturaleza. Es imprescindible un mapa, a la antigüita, porque en la mayor parte de los lugares no hay señal. La primera parada obligada es Portree, un pueblo pintoresco que destaca por sus coloridas fachadas, pero sobre todo, porque ahí está la mayor parte de los hoteles y hostales; eso sí, habrá que reservar con meses de antelación, sobre todo porque en verano es prácticamente imposible conseguir morada a último minuto. Ahí también el frío se quita con un par de tarros (o más) de cerveza; sí, cerveza y no whisky. Contrario a la lógica común, los escoceses se decantan más por la espuma que por el “agua de vida”: es más barata. El pueblo funciona como base, ya que aunque se encuentra al norte de la isla, las carreteras conectan con los principales atractivos y los que no lo son tanto.
Hablando de la naturaleza y todo lo que tiene para mostrar, a solo un par de kilómetros al norte de Portree, se llega a Kilt Rock, un acantilado que hace honor al nombre, asemejando un kilt (la típica falda escocesa que jamás puede ser llamada falda) y que se levanta sobre el mar, o mejor dicho, sobre el canal Raasay. Aún más impresionante es ver un par de cascadas deslizarse hasta fundirse con el agua salada. En realidad, ahí no hay más que disfrutar de la vista y dejarse seducir por el viento.
De nuevo en el coche, nos dirigimos hacia Uig, un poblado ubicado exactamente al otro lado, en la cara poniente de la punta norte. A estas alturas del relato, no se ha quitado el frío, incluso ya llovió otra vez o hay viento fuerte, o las dos. En fin, a partir de ahora, cualquier excursión será enfundados en una chamarra, rompe vientos y botas. La primera caminata para cruzar las montañas de Quiraing, un sendero de casi 7 kilómetros, ofrece algunos de los paisajes más espectaculares de Escocia: la expedición es entre montañas pelonas, pero verdes, descomunales riscos y algunos borregos. Dos horas de aire fresco y un sinfín de imágenes memorables.
Los trayectos pueden ser tardados, las carreteras generalmente son de un carril, así que una siesta no le cae nada mal a nadie. Eso sí, quien se duerma es probable que se pierda de uno de los animales más raros del mundo: el vaquisonte de la montaña escocesa, una vaca autóctona de la región, de pelo lacio, largos cuernos blancos, fleco ochentero y mucho estilo para caminar. Parecen de cómic.
EnlaisladeSkyehayunparde lugares que son mágicos y no es metáfora, así lo indican sus nom- bres. A la cañada completamente verde de Fairy Glen se llega por una excursión entre árboles y montes verdes que permiten pensar que por ahí puede aparecerse un hada; en el suroeste, las Fairy Pools que forma el río Brittle que corre entre las montañas cuesta abajo, llegan a un pequeño valle donde estas piscinas naturales, de agua helada, son asombrosamente transparentes. Algunos valientes se echan un chapuzón, otros hacen el recorrido de dos kilómetros y medio para ver los diferentes estanques. Ese lugar sí es mágico.
Y hablando de agua, muy cerca de las albercas naturales se destila uno de los whiskies más famosos de Escocia, un ícono de la isla: Talisker, un single malt scotch whisky. Un tour muestra cómo se produce de principio a fin, desde el proceso de malteado hasta la maduración, después un trago para probar y entonces sí, que comience el hechizo. Los sabores de este whisky son intensos: ahumado, con notas frutales, sal de mar (por la cercanía con la costa) y vainilla.
Durante las noches del verano, el cielo nunca oscurece por completo y los amaneceres son espectaculares. Es mejor apreciarlos en la cima de una montaña o bien en algún bed & breakfast junto a la costa. La desmañanada vale cada segundo cuando el cielo se ilumina de rojo. Si volteas a un lado, verás una amplia paleta de colores; si miras hacia el otro, verás la obscuridad de la aún noche.
Y una vez levantado, tras un típico té negro con un chorrito de leche, llega la hora de hacer una de las caminatas más encantadoras y exigentes de la isla. Y sí, aunque aún es muy temprano por la mañana, el clima miserable de Escocia te acompañará toda la excursión hasta la cima de Old Man of Storr. Una colina rocosa con una empinada subida que parece no terminar nunca. El destino está en la cima, donde hay inmensos pináculos de roca con formaciones extrañas. Desde arriba, sin aliento, la vista dramática, hipnotiza: de un lado, el canal Raasay y más formaciones pedregosas a lo largo de la colina, y del otro, en la cara oeste, hay laderas verdes donde se ven borregos y cabras subir, bajar, y saltar como si nada.
Entre un lugar y otro, la isla permite darse el lujo de improvisar y parar por un café en un pueblo que parece fantasma, pero no lo es. Será difícil entenderse con los lugareños, pero no imposible; generalmente tienen pinta de rudos, acento golpeado y una sonrisa que los delata amables y, sobre todo, fiesteros. No quiero arruinar el típico chiste escocés, pero es inevitable no mencionarlo si se habla de la isla como lugar para vacacionar; aún después de leerlo, no debemos perder la oportunidad de escucharlo de viva voz. En inglés, con palabras en gaélico, dice así: “Aquí en Escocia tenemos las cuatro estaciones del año en un lapso de 30 minutos”, sonríen con picardía y continúan: “llueve y hay viento, y sale el sol, eso sí, por un lapso de 5 minutos… los mejores del año”. Después ellos, al calor de unas cervezas, y tú, un whisky para sentirte escocés, disfrutarán hablando de rugby (o lo que logres entender), futbol, comida mexicana y tequila.
Después de varias excursiones, chapuzones en agua helada y cervezas, el cuerpo pide salsa. Y ahí es donde entra en juego Kinloch Lodge, que está en el sur de la isla, y es uno de los más lujosos hoteles de Escocia, aunque, sin lugar a dudas, por lo que más destaca es por el restaurante dirigido por el chef Marcello Tully, quien ha obtenido una estrella Michelin por siete años consecutivos. El hotel se ubica junto a una montaña al pie del lago Na Dal. La gastronomía es simplemente imperdible. Cuenta con menús para desayuno, comida y cena; especialmente en la noche hay una carta de degustación, que consta de 7 platillos únicos, cada uno maridado con un vino que potencia los sabores. Ahí la comida es tan alucinante como la naturaleza que la rodea.
Finalmente, para terminar de cumplir con los clichés que es- pecíficamente en Skye –ya sin el isle para los cuates– poco impor- tan, existe la posibilidad que a las puertas de alguno de los tres castillos (Caisteal Maol, Dunscaith y Dunvegan) esté algún escocés tocando la gaita.
Si vas a Skye, no dejes de visitar Eilean Donan Castle: en serio, no te lo pierdas. Se ubica muy cerca del puente que une la isle con la costa oeste de Escocia. El escenario es digno de novela antigua con caballeros de armadura plateada y princesas de gorro de cono y tul blanco: el castillo del siglo XIII se erige sobre un islote en el lago Duich, unido a tierra por un puente de roca. De piedra gris y tejas rojas fue concebido como fortaleza y alguna vez sirvió para detener a los vikingos que ya dominaban gran parte de la isla.
Isle of Skye lo tiene todo para dejarse llevar por los encantos de la naturaleza y por la naturaleza encantadora de los escoceses. Ahí las nubes, la luna y las estrellas acompañan de cerca a los lagos, los acantilados y las montañas verdes. De vez en vez, un borrego se asomará y otras veces, un “vaquisonte de la montaña escocesa” se arreglará el copete. Los dicharacheros lugareños tienen razón: Skye es todo un emblema de Escocia
Texto y fotos por: ALAN AMPER
Soy un ferviente fanático de las bandas sonoras de lmes de corte épico, y un enamorado declarado de la comida. Viajero impenitente, cocinero autodidacta y fan de los Rayos del Necaxa (aunque usted, no lo crea), ah y toco la gaita escocesa. Cuentista, entrevistador, cronista y fotógrafo. He colaborado con National Geographic Traveler, Travel + Leisure, GQ y Fútbol Total, entre otras.