Texto: Ana Cristina Lara Heyns
No me había caído el veinte aún. Después de diecisiete horas de vuelo, dos trenes, uno de ellos bala, y varias horas con jetlag, llegué a Kioto. Para mí, Kioto representaba una novela en movimiento: las animaciones de Hayao Miyazaki y la fotografía de Memorias de una geisha impregnaban mi mente y, tras leer el libro, unos años antes, mi imaginario se dejaba llevar por callejuelas de piedra, casitas tradicionales de madera, puentes pintorescos y brillantes colores en templos budistas.
Japón es un país impresionante. La mezcla entre la cultura milenaria y la modernidad es tan tangible y perfectamente combinada que difícilmente uno se aburre de este país. Si Tokio es una ciudad moderna y abrumadora por un caos – extrañamente organizado– japonés, Kioto ofrece una estancia más cercana a la cultura milenaria que ha conformado la historia de este país.
Viajé desde Tokio en tren bala hasta Kioto en tan solo tres horas y media en un recorrido de aproximadamente 450 km. Mi lucha con el staff de los trenes para finalmente obtener un asiento en la ventana, resultó en vano: el verano sofocante fomentaba la niebla y los chubascos en las montañas, imposibilitándome ver el majestuoso Monte Fuji, visible desde el tren en días más despejados. Las vistas son más que nada arrozales, campos agrícolas y suburbios, pero una vez que entras a Kioto, entiendes por qué es tan atractivo.
Kioto está situado en un valle en la cuenca del río Yamashiro, en la región montañosa de las tierras altas de Tamba. La ciudad fue diseñada originalmente de acuerdo al Feng Shui chino, orientando su Palacio Imperial hacia el sur. Desde el periodo Nara, Kioto ha funcionado como un importante punto histórico de Japón. En el siglo VIII, el emperador Kanmu abandonó la, hasta ese entonces, capital del reino, llamada Heijo-kyo (actualmente Nara) para construirla aquí. Algunos estudiosos sostienen que ese traslado se debió a la intención de evadir la creciente influencia de monasterios budistas sobre la corte imperial.
Fue así como el emperador se trasladó temporalmente al asentamiento de Nagaoka-kyo, y posteriormente, inauguró la capital imperial, en ese entonces llamada Heian-kyo, que hoy conocemos como Kioto.
Kioto se mantuvo como capital imperial por cientos de años hasta que por presiones políticas se estableció el poder en Tokio tras la Restauración Meiji en 1868. Actualmente, Kioto es la capital cultural del país que miles de turistas nacionales e internacionales disfrutan.
En la ciudad hay miles de templos budistas y sintoístas espectaculares, y muchos de ellos son un must en la visita. Más de quince de estos templos son parte del listado de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y vale la pena admirar cada uno de ellos. Ante tanto que ver, escogí visitar solo algunos atractivos para no atosigarme corriendo de un lado al otro en el tiempo que estuve en la ciudad.
FUSHIMI INARI-TAISHA
Lo primero que decidí ir a ver, por recomendación del dueño de la guesthouse en donde me hospedé, fueron los santuarios de Fushimi Inari-Taisha. Este es un lugar espectacular: se trata de una serie de miles de arcos de madera pintados de color naranja con escrituras dedicadas a los dioses, llamados torii. La advocación tradicional de este santuario sintoísta es el espíritu de Inari, la diosa del arroz y del sake; sin embargo, debido a la disminución de la producción agrícola, actualmente se la conoce como la patrona de los negocios y el lugar se ha convertido en un oratorio en el que se congregan los empresarios para pedir prosperidad en sus negocios. A lo largo del camino hay varios santuarios más pequeños, en donde encontramos figurillas de zorros, perros y ranas. Los zorros, el animal más representado, son vistos como mensajeros de Inari. Es tan grande Fushimi Inari que dentro de sus límites hay 32,000 santuarios más pequeños con los que uno se va topando en el camino.
Durante el recorrido se encuentran más de 10 mil torii estratégicamente situados, uno tras otro, en una distancia de 4 km. De noche, especialmente, el recinto adquiere un aire misterioso que complementa perfectamente la visita a Kioto con una mágica vista sacada de las animaciones de Hayao Miyazaki. Advierto que la subida hacia la montaña es de varios escalones que nos roban el aliento, y con el bochornoso verano japonés se dificulta más llegar a la cima intacto. Algunos turistas han adoptado la costumbre de subir la cuesta vestidos como geishas, cosa que no deja de asombrar tanto a locales como a visitantes desprevenidos, como yo.
ARASHIYAMA
Hacia el oeste de la ciudad se encuentra otro recorrido que merece hacerse: visitar el bosque de bambú de Arashiyama. Crecí en un lugar rodeado de montañas, por lo que para mí en un viaje debe haber un espacio al aire libre en donde pueda respirar y admirar la majestuosidad de la Madre Tierra. Kioto cuenta con un transporte público que facilita el acceso a todas las direcciones de la ciudad. Llegar al bosque de bambú es tan fácil como tomar un tren de Japan Rail o un autobús; sin embargo, el acceso mismo al bosque puede complicarse.
Arashiyama es también una zona residencial que anticipa la entrada al bosque. Por su atractivo turístico se han mantenido algunos lugares pequeños con cortos caminos pavimentados que se cruzan entre gigantescos bambús. Pero uno no debe limitar la visita únicamente a estos pequeños parques: la delicia también está en caminar hacia los alrededores de la zona residencial en donde es fácil perderse y los mapas no siempre ayudan. Sin tanta preocupación y absorta en la emoción, me encaminé por los atajos, pasando varias veces por el mismo lugar, encontrando diversos santuarios y templos que embellecen la zona. Llegué a uno llamado Jojakko Ji, un templo súper tranquilo al que pocos turistas se aventuran. Me llamaron la atención sus escalones cubiertos de moho, que me hacían pensar en hadas japonesas bailando sobre ellos. El templo está rodeado de bambús y de árboles de maples que inundan el aire de un olor dulce y pegajoso. Tiene varias veredas por las que pude recorrer mientras trataba de encontrar a las hadas, pero llegué a la cima del templo en donde la pagoda se levanta triunfante ante el paisaje de la ciudad de Kioto. Es un templo sencillo como muchas construcciones y monumentos japoneses que expresan la idea de que lo hermoso está en lo simple.
En Arashiyama, como en el resto de los atractivos en Japón, abunda el turismo. Sin embargo, la belleza del lugar, los bambús grandiosos que se elevan hasta el cielo, me extasiaron con su hermosura, y podrá haber tantos turistas como los haya, pero el lugar sigue siendo simplemente hermoso. Aunque queda para la próxima aventurarme más temprano para evitar la multitud.
Arashiyama también ofrece recorridos en barco y un tren turístico, sin embargo, para mí, perderse implica conocer la zona de una forma más natural y menos prediseñada por la industria turística. Esta zona residencial tiene varias casas de clase media alta y alta que a su vez cultivan hortalizas domésticas, y la caminata por la zona permite experimentar la vida cotidiana de un suburbio japonés actual. Tradicionalmente, Arashiyama fue una región privilegiada, donde los nobles japoneses tenían sus casas, y se entiende: la belleza y la naturaleza del lugar son excepcionales.
Al finalizar mi visita en Arashiyama, ya muy hambrienta me encaminé a un puesto que a simple vista se veía muy cotizado y resultó serlo. Un local de comida regional en donde disfruté de un soba tradicional, una sopa de fideos de arroz combinada con varios ingredientes; personalmente preferí uno con plantas silvestres comestibles y hongos, perfecta para apaciguar el bochorno de la tarde.
KINKAKU JI
Tras la espléndida perdida en el bosque y alrededores de Arashiyama, me encaminé a visitar el palacio Kinkaku Ji, conocido como la Pagoda de Oro. Es el sitio Patrimonio de la Unesco más refinado de esta zona, construido en 1397 y que sirvió como casa de descanso del gobernante Ashikaga Yoshimitsu, quien vivió este lugar hasta su muerte, en 1408.
El pabellón está chapado con hojas de oro que brillan sin importar la hora del día o el estado del clima, además se embellece aún más por el estanque que sirve de espejo a sus pies. Se dice que en 1950 fue incendiado por un monje, por lo cual se reconstruyó cinco años más tarde y actualmente funge como tumba de un buda.
Es relativamente corta la visita a la Pagoda de Oro, pero sí, impresiona la arquitectura y la belleza del lugar. Esta pagoda se encuentra en el lago principal, y para conservar mejor el sitio, ningún turista tiene acceso a ella. Este tipo de medidas promovidas por la Unesco mejoran la visita, ya que permitieron que me quedara disfrutando de esta herencia japonesa. Por la vereda hacia el templo principal hay varios lugares que hacen volver la vista hacia la pagoda en su brillante esplendor.
Al final del recorrido se encuentra un mercado turístico que ofrece algunas delicias regionales, dulces, y el mejor té matcha que he probado en mi vida. Se trataba del tradicional té verde matcha servido con hojas de oro. En este puesto se prepara frío, lo que agradecí infinitamente por el calor del verano, además de que me recordaba a la maravilla que acababa de contemplar. No pude aguantarme y acabé comprando mi matcha, imaginando el momento en el que lo disfrutaría de vuelta en casa, con otras vistas más cotidianas para mí que estos paisajes orientales.
GINKAKU-JI
Al oriente de la ciudad se encuentra el Pabellón de Plata, llamado Ginkaku-Ji. Se trata de un edificio elegante situado a los pies de las montañas que rodean Kioto. Ginkaku-Ji sigue la planta modelo de su templo hermano, Kinkaku Ji, pero este no está adornado con plata, así su nombre lo indique. Es más bien un templo que ha sido víctima del tiempo y se ha ido despintando. Los japoneses alegan la idea de que algo tan sencillo puede ser hermoso. Dentro del recinto hay varios jardines japoneses que nos invitan a vagar por el monumento y nos regalan diferentes perspectivas del pabellón. Es un hermoso monumento y su belleza amerita su visita.
Al entrar la tarde, me encaminé hacia el distrito de Gion para perderme una vez más, mientras buscaba dónde relajarme tras tanto caminar. Acabé en un restaurante sumamente kitsch comiendo okonomiyaki, una especie de omelette de harina cocinada a la plancha con verduras y camarones secos en una salsa de mayonesa con otros ingredientes que a duras penas puedo pronunciar. También fue excelente momento para relajarme y tomar una fría cerveza Asahí para relajar el cuerpo y prepararme para otro día de aventura en esta ciudad.
SANJU SANGUEN-DO
Al día siguiente me levanté temprano para visitar otro portento cultural: el templo de Sanju Sanguen-do. Uno de los más importantes en Kioto, de fácil acceso en la ciudad y el cual, definitivamente, no puede dejar de verse, especialmente su interior.
Conocido como el salón de madera más largo del mundo (con una longitud de 118 metros) Sanju Sanguen-do contiene una colección de 1001 estatuas budistas doradas, dedicadas a la diosa budista de la misericordia y la compasión, Kannon. Las estatuas están talladas en madera de ciprés y bañadas en oro, cada una con más de 20 brazos que les permitían, según la leyenda, salvar varios mundos a la vez. Se dice que cada rostro de cada estatua es único e irrepetible. También hay 28 estatuas de deidades guardianas que velan por la compasión. Tras varios días de estancia en Japón y de haber visitado tantos templos impresionantes, estas estatuas me abrieron los ojos aún más a la belleza que emana este país. Para mí, estas estatuas con una influencia claramente hindú, me hicieron entender porqué se consideran patrimonio de la humanidad. Cada una de las estatuas me robaba la mirada, con sus perfectos detalles y su armonía facial, a la vez sensuales y también sabias. Qué mejor lugar para honrar la misericordia y la compasión, que son valores que muchas religiones comparten.
KIYOMIZU-DERA
Caminando varias cuadras hacia el norte, se encuentra el templo de Kiyomizu-dera, muy conocido atractivo turístico. Este templo se eleva en la ladera de la montaña apoyado en columnas de madera de 13 metros de altura. Encontré aquí también, a la estatua de Kannon Bodhisattva, la diosa de la compasión que conocí en Sanju Sanguen-do, lo que me hace pensar en que la ciudad está plagada de elementos religiosos que nos recuerdan las esencias y valores de la humanidad que tanto nos hace falta recordar: compasión y misericordia.
En el fondo, merodeando por el terreno del templo, hay varias cascadas que son muy populares entre los visitantes para realizar el tradicional ritual budista de lavarse las manos y la boca. Tomas con la mano izquierda la taza y debes lavar primero esa mano, luego la otra; luego nuevamente la izquierda y haces un buche con la boca y el agua limpia. Para tranquilidad de muchos visitantes hipocondriacos, las tazas son continuamente esterilizadas con luz ultravioleta, lo cual a mí me pareció inteligente e innovador. Se dice que, además, el agua que corre por los caudales del recinto es de uso terapéutico ya que te da salud, longevidad y éxito en los estudios.
Si recorres más el terreno del recinto, también hay un santuario dedicado al amor. Cuenta la leyenda que uno debe caminar entre dos piedras que sobresalen con los ojos cerrados: si logras realizar esta caminata sin ayuda de nadie, significa que encontrarás el amor, y si eres ayudado por algún buen samaritano que esté ahí, implica que será necesario un intermediario para encontrar a tu pareja. Lamentablemente, la cantidad de turistas atraídos por encontrar su fortuna amorosa me impidió buscar la mía propia.
Este templo, muy concurrido, se encuentra a su vez a una distancia perfecta para que, acabando de hacer la visita y disfrutado el atardecer, puedas bajar por la calle que se adentra en el distrito de Higashiyama, una calle hermosa que resultó ser mi lugar favorito en la ciudad.
HIGASHIYAMA
El distrito de Higashiyama empieza desde la bajada del templo de Kiyomizu-dera y se trata de una pintoresca parte de la ciudad llena de casas tradicionales japonesas de madera, hoy convertidas en tiendas muy atractivas para visitar. Esta parte de la ciudad es una verdadera expresión de la cultura japonesa tradicional. Las tiendas, cafés y restaurantes han renovado sus instalaciones varias veces, pero han mantenido las fachadas y los modelos culturales de la región. Sirven especialidades tradicionales, y se encuentra artesanía local y otros recuerdos. La caminata desde el templo para abajo es un must en esta ciudad, definitivamente tuve que hacerlo de nuevo porque una sola vez no bastó.
DISTRITO DE GION
Tras bajar por la calle, nuevamente, y merodear en el distrito de Higashiyama, llegamos al distrito de Gion, conocido como el distrito geisha. Su calle principal está repleta de casas de té llamadas ochaya, en donde las geishas, geikos y maikos (aprendices) entretienen a sus clientes.
Tras perderme un par de horas por el distrito y visitar varias tiendas de antigüedades, llegué a la calle de Hanami Koji, que acabó siendo otra de mis favoritas; semi peatonal y pintoresca, está repleta de casas de té, muchas de lujo, construidas con madera. Es común ver en la zona casas de té con pequeños jardines interiores y frente a ellos estancias que se aíslan con puertas corredizas, hechas en madera y papel de arroz.
Aunque en la práctica las geishas han ido desapareciendo poco a poco, aún se mantiene la tradición que ha evolucionado a través del tiempo. No es muy común toparte con una geisha en Gion, pero para mi suerte, pude ver a una entrando a una ochaya. Mi perspectiva de Kioto estaba influida, como dije antes, por la fotografía de la película de Memorias de una geisha, varias de cuyas escenas se filmaron aquí. Obviamente, no pensé que me encontraría a una en cada esquina, pero mientras fotografiaba lámparas colgantes y pósters de espectáculos de geishas de moda en el distrito, tuve la oportunidad de ver a una hermosa japonesa vestida con su largo kimono que denotaba su clase, su maquillaje intacto, sus labios rojos, su esbelto cuerpo y delicado peinado; caminaba rápidamente evadiendo los flashes de los turistas que la rodeábamos. No me quedó más que bajar la cámara y dejarla cruzar sin perseguirla con mi lente cual paparazzi. La admiré mientras cruzaba la calle, seguida de una niña que no iba arreglada y que cargaba un bolso grande de seda. Hay veces que ameritan dejar de ser turista por un momento, bajar el mapa, guardar la cámara y simplemente admirar lo que uno está presenciando. Poder vivir en ese momento y suspender el pensamiento para absorber la actividad.
Lamentablemente, no estuve en la época en la que los cerezos florecen, pero Kioto, aun así, te llena de vistas espectaculares. Desde los templos, varios de ellos patrimonio de la humanidad, la cultura, los festivales, la comida y las tradiciones, Kioto complementó maravillosamente mi corta estancia en Japón, y claro, me dejó el deseo de volver y conocer más de lo que este país puede enseñarnos.