No hay peor monstruo que el ser humano y las consecuencias de su existencia. Para muestra, la ficción siempre ha sido un buen espejo, dotado de ciertas licencias estéticas que nos permiten significar los motivos detrás del más oscuro espectro de nuestra existencia, donde el deseo es considerado una prohibición y nuestra necesidad de saciarlo es digna de castigo.
Amat Escalante, ganador del premio a mejor director en Cannes 2013, lo sabe y es con esto en mente que regresa a la pantalla grande con La región salvaje, cuarto largometraje de su breve pero hasta ahora creciente carrera. Recurriendo por primera vez al cine de género aunque, no obstante los riesgos que ello implica, nunca sacrificando sus conocidas fortalezas como autor, Escalante logra una vez más hacer el discreto comentario social que caracteriza su obra, permitiendo que este llegue al espectador a través del inconsciente.
Y es precisamente del inconsciente humano de donde más bebe este nuevo trabajo, tan complejo en su misión como grácil en su ejecución. La historia de un pequeño pueblo en la provincia mexicana, donde el cotidiano no dista del de muchos otros alrededor del país, en manos de Escalante se torna lentamente en la radiografía de aquello que ha llevado a nuestra sociedad hacia un estado de desesperanzadora putrefacción, donde los límites de lo que antes considerábamos humano se han diluido de forma alarmante.
Escalante sabe que el espectador es exigente en distintos flancos y para ello cocina lentamente un misterio cuyas raíces inicialmente nos remiten al retrato costumbrista de los habitantes de un pequeño poblado en el estado de Guanajuato –elemento aparentemente fútil, aunque pieza más en el engranaje detrás de La región salvaje–uno de los más conservadores del país. Ahí se desarrolla la historia de Alejandra (Ruth Ramos), una ama de casa que cuida de sus hijas y tiene dificultades para relacionarse exitosamente con su marido Ángel (Jesús Meza), quien a su vez tiene una vida secreta en la que su cuñado Fabián (Eden Villavicencio) funge como principal cómplice.
Para involucrarnos en la dinámica de estos personajes, el director –sustentado en un guión que escribió en colaboración con Gibrán Portela– es manipulador en el mejor y más perverso de los sentidos, llevándonos en una dirección argumental que le debe lo mismo al cine de denuncia que al inspirado o realizado con las ideas de personajes como H. R. Giger, H. P. Lovecraft y el explí- citamente influyente David Cronenberg. Como si de un acto de magia se tratara, el triángulo entre los protagonistas nos atrapa tan pronto como se vuelve más complejo en consecuencia de un hallazgo muy particular, en el que la llegada de una misteriosa mujer (Simone Bucio) los confrontará con la materialización de sus miedos y sus placeres.
Crimen y castigo. Sufrimiento y placer. Costumbrismo y ciencia ficción. Escalante nos lleva y nos trae con deslumbrante facilidad de un género al otro, de una emoción a la otra, logrando una de las máximas ambiciones de cualquier género o autor: significar la realidad a través la exposición tá- cita que solo en la ficción se puede conseguir. Pero el logro no se reduce solo a eso. Por si fuera poca cosa, el director de origen catalán (Escalante nació en Barcelona) también deja claro que su talento va más allá del apremiante subtexto que yace bajo la superficie de La región salvaje, que lo mismo critica las carencias económicas que las intelectuales, nunca categorizándolas sino mostrándolas como algo inherente a la humanidad que caracteriza a la mayoría de sus personajes.
La visión de la satisfacción sexual como el poco pavimentado camino hacia la felicidad contrasta con los necios tradicionalismos que condenan su realización. En manos de Escalante, los elementos fantásticos que lentamente se van revelando rebasan el mero gimmick hasta alcanzar un poderoso punto de encuentro, donde vernos reflejados resulta incómodo si se ignora que todos tenemos un lado oscuro. El monstruoso instinto que nos acompaña en la búsqueda del placer y nos abandona ante sus consecuencias.
Pero La región salvaje no busca batir al espectador como si portara un bastón de sabiduría y reprobación. Por el contrario, lo que la película encuentra en su tratamiento es tan estremecedor como racional, nunca prejuicioso o pernicioso, pero tampoco laxo a la hora de señalar nuestras carencias como el violento colectivo en el que los humanos nos hemos convertido.
El peor monstruo somos nosotros mismos y el peor daño ya nos lo hemos hecho.
Texto por: Gonzalo Lira Galván @Gonyz
En colaboración con: CINÉPOLIS
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