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LA SUPERSTICIÓN DE UNA PUERTA

Guardan secretos bajo llave, endulzan la puerta con anécdotas y tratan de estacionar la confianza de los residentes en el mejor lugar. El edificio es su cubil, la vida les pasa por delante y ellos la ven pacientemente a través de una ventana o una puerta de cristal; deciden ir por ella, la invitan a pasar para derramarla sobre un escritorio y un café.

Avivados o pasivos, los porteros tienen fama de ser confidentes, guardaespaldas, rateros, oportunistas, talacheros, prácticos, mil usos, complejos, humildes, soberbios y hasta galanes. La ensalada es variada y con ese aderezo nos abren algunas de sus supersticiones más llamativas.

Don Eladio, de 60 años, lleva trabajando una década en un conjunto habitacional de la calle Puente La Morena. Por allí se le conoce como “El Pozole”, porque dicen que le gustan las cervezas bien servidas (con limón, chile piquín, salsa inglesa y, en algunos casos, hasta camarones), se sirve como mínimo un litro y, más que tragos, son caldos con alcohol. Don Eladio está a punto de volver a dejar la bebida por un tiempo, su récord —dice— son cuatro años sin una gota de alcohol. En su pequeña caseta destaca un calendario de las Chicas Apasco, posado en una pared de la esquina. En el ángulo opuesto tiene una foto de su mamá, ya fallecida, en tonos sepia, es de 1920 y la tiene enmicada debajo del vidrio que cubre su escritorio… pareciera que aún quiere esconderle los ímpetus de aquel calendario a su madre. “Cuando salgo a mis rondines, sobre todo a media noche, me llevo la foto de mi jefa; cuando tengo miedo ella siempre se aparece”. Eladio tiene una buena relación con muchos habitantes, sobre todo con Carlos, un joven residente que los fines de semana llega a las 2 a.m. para gritarle, “¡Chacho!”, y así hacerle saber que quiere seguir la fiesta. Carlos se ha quedado encargándose de la caseta, mientras el portero va en busca de cerveza o de ron. “Una vez llegaron mi mamá y mi hermana y me vieron allí, yo fui quien les dio la entrada. ‘¡Borracho!’. Mi madre me dijo que me subiera al departamento y le contesté un rotundo ‘¡no! Estoy tomando con mi amigo Eladio’”; afirma el joven entre risas y orgullo.

Aquel día Carlos salió a las 4 a.m. por otra ronda de cervezas y Don Eladio quiso que se llevara la foto de su madre. Cuando Carlos volvió de la tienda lo quisieron asaltar, cargaba con solo 50 pesos, pero dijo a los rateros que no traía nada. Uno de ellos se enojó, sacó un cuchillo y le dijo que si encontraba algo de billetes lo iba a punzar. “Me esculcaron y encontraron la foto de la madre de Don Eladio. Pensé que me iban a golpear, pero en un ratito se fueron, sin hacerme nada, ni las cervezas se llevaron”.

Hacia el oeste de la Ciudad de México subimos a Las Lomas de Chapultepec. Allí está Patricio Ruvalcaba, portero en la calle de Sierra Chalchihui, una zona residencial de alto poder adquisitivo. Su caseta tiene un blindaje tipo III que soporta un asalto efectuado con proyectiles de todas las armas convencionales, sin mencionar las subametralladoras de varios calibres. La cabina es moderna pero fría, no hay mucho calor ni color, solo el que deja una bandera del Cruz Azul que quisiera gritar un campeonato. Patricio tiene 50 años y ha trabajado en distintas empresas de seguridad privada; fue militar y llegó hasta Sargento Primero. Su sueño era ser paracaidista, pero una grave lesión en la rótula se lo impidió. Uno de sus mejores amigos, a quien recuerda como “el Cabo Pascualito”, le regaló una medalla del batallón de paracaidismo fundida en cobre de los años cincuenta. Ese mismo día, en Lindavista, vio cómo un tipo lanzó a una señora de su camioneta. Cuando Patricio se acercó le preguntó si estaba lastimada, ella solo lloraba. Al poco rato volvió el agresor y el portero se dio cuenta de que la señora era la novia de aquel tipo, quien, al ver que el portero la consolaba, se puso bravucón e intentó pegarle con una llave de cruz. A Patricio no le quedó otra que defenderse y, por suerte, conectó al hombre un buen golpe en el estómago que, según dice, le resonó hasta los testículos. Después, él y la mujer, echaron a correr. Yaqui, la señora, se lo agradeció, lo invitó a comer y, para quien dudaba de las telenovelas, se hicieron novios. Patricio le regaló a Yaqui la insignia de paracaidista, descuidaba la portería, subía y dormía con ella; después de un tiempo se fueron a vivir a Estados Unidos, al sur de Arizona; sin embargo, no funcionó y se separaron. Él regresó a México sin dinero, con recuerdos agridulces y la insignia. “Estaba en la calle, tenía solo cien dólares y sin trabajo. Un día, en el Mercado del Oro, me topé a un coleccionista que quiso comprarme la medalla, me pagó 7000 pesos; a los quince días encontré trabajo en la colonia Narvarte”. Patricio es considerado hoy como un portero de lujo, confiable y hasta bilingüe.

En nuestra última parada estamos con Don Felipe, de 60 años, un portero de la calle Alba en Cuicuilco, quien resultó ser amigo de Hugo Enrique Vega Flores, el desafortunado valet parking que fuera agredido físicamente por el repugnante empresario apodado “El gentleman de Las Lomas”. “En esta profesión hay que irse con cuidado. Los residentes y sus invitados son muy especiales, por lo que siempre hay que tratar de ser amables, pero no dejados”. Este portero tiene algo poco común: en su cuarto no hay tele y, por el contrario, tiene dos repisas de libros y revistas. Los títulos oscilan entre pornográficos y literarios, y con esfuerzo alcanzo a ver uno: El guerrero número 69; y al lado de una lámpara descompuesta resalta la otra cara: Aura, de Carlos Fuentes. Él me explica que el término “portero”, viene del francés “le portier”, vocablo que apareció en el año 1195; se usaba para referirse a los oficiales del palacio real cuyo trabajo consistía en proteger al rey en su castillo, quien en aquella época era Luis XI. “Me sé esa historia desde una plática que nos dieron cuando trabajaba en Acapulco, fueron mis mejores tiempos”. Don Felipe fue un destacado e impecable conserje en el Hotel Ritz en el mencionado puerto, hecho que contrasta con los varios tatuajes que se hizo en los brazos y el cuello cuando era joven en la zona de la Candelaria de los Patos, en la delegación Venustiano Carranza. Uno de esos tatuajes es la Santa Lucía, a quien besa cada vez que sube el elevador del edificio. “Es una costumbre que tengo, para que se abran mis caminos. Una vez, recuerdo que en el Ritz le di su besito y apareció la cantante Yuri, me pidió que le bajara unas maletas y me dio muy buena propina”. Don Felipe dice que Santa Lucía es su patrona y ha puesto una imagen de ella en el botón PB del elevador. “Santa Lucía nos bendice a todos y destruye las envidias entre vecinos, por ella este edificio no se va a derrumbar”.

Las puertas esconden los secretos más sutiles, esos que solo compartirán a sus fieles caballeros, los porteros, aquellos que abren y cierran las salidas hacia la vida y sus travesías.