
Hay artistas que muestran, otros que ocultan. Pablo Boneu hace ambas cosas a la vez. Frente a sus obras no basta con solo verlas, hay que moverse, agudizar la vista y, sobre todo, aceptar que lo que ves quizás no sea lo que creías. Porque su trabajo no se limita a contar historias, sino a desarmarlas. A ponerlas en duda. A jugar con la percepción visual como quien desmantela una maquinaria para ver qué hay adentro.
Desde su serie Lugares Comunes, Boneu construye piezas que funcionan como experimentos de percepción. En apariencia simples, como un grupo de personas mirando algo, revelan capas ocultas donde lo que parecía obvio se convierte en acertijo. ¿Mariachis? Sí. ¿Con bates de béisbol? También. Pero la mayoría de los espectadores no lo nota hasta que alguien lo señala. Porque no lo esperan. Y eso lo cambia todo.
“La mirada no es un revelamiento de la realidad, sino una proyección de nuestras expectativas.” Nos platica Pablo.


Boneu parte de la certeza incómoda de “vemos solo lo que creemos que deberíamos ver”. El resto, lo omitimos sin darnos cuenta. Y lo más interesante es que sus obras no buscan “decir” algo, sino confundir. Literalmente. Quiere que el espectador dude, que no entienda, que se inquiete. Porque solo desde esa incomodidad nace la necesidad de encontrar sentido. Y cuando no lo hay, lo inventamos.
El artista argentino dice que “el sinsentido es insoportable. Entonces creemos. Porque creer —incluso en algo absurdo— consume menos energía que dudar.”
Esa tensión entre lo que está y lo que falta se refleja también en su técnica. Las imágenes están impresas sobre capas de hilos sueltos, formando una urdimbre que solo se revela del todo si el espectador se mueve. El hilo le permite trabajar como si estuviera editando una película de cuatro fotogramas, pero con la posibilidad de mantener una capa visible y otra escondida. Es arte cinético que se activa solo con curiosidad.

Y aunque el discurso conceptual podría sostenerse por sí solo, hay algo profundamente físico en su obra. Esa mezcla de precisión milimétrica y violencia contenida —de cortar pacientemente hilo por hilo con una navaja— produce una tensión estética extraña: algo entre belleza y desgarro, entre calma y colapso.
“Yo quería contar algo, pero también ocultarlo. Que pudieras verlo, pero solo si tenías un poco de curiosidad.” Boneu no quiere espectadores pasivos. Quiere cómplices. Porque al final, cada quien completa lo que falta con su propia historia. Y esa es, quizás, su afirmación más potente: que el arte no reside en la pieza, sino en el encuentro. Que el sentido no se da, se construye.


En un mundo saturado de imágenes rápidas y certezas visuales, Pablo Boneu propone algo radical: parar, mirar dos veces y aceptar que nada es tan evidente como parece. Que entre capa y capa, entre hilo y silencio, puede esconderse todo un universo.