Hay 7 mil terminaciones nerviosas en el pie que informan al cerebro de los cambios que se dan en el organismo. Terminaciones protegidas por uno de los símbolos materiales de la evolución humana: el zapato. Los zapatos reflejan dolencias, modas, manías, secretos y realidades que transforman un simple pie, en historias de vida que se alinean al tacón de lo místico y lo sorprendente.
Sai es músico y cocinero, radica en la ciudad donde nació, Panaji, en la provincia de Goa en la costa suroeste de la India. Lo conocí gracias a mi amigo Zahed Shah, dueño de una pequeña librería en Delhi. Sai trabaja en Arihant, una empresa que distribuye piezas para baño y cocina. Labora allí desde hace tres años y se ha ganado el título del empleado más valioso del mes. Recibió un aumento de sueldo del 12%, además acaba de ser padre de una niña sana y hermosa. Todo eso se lo atribuye a una cosa: mierda en su zapato. Resulta que para Sai, es imposible ir a una entrevista de trabajo sin embarrar un poco de melcocha en sus pies: “Hace siete años estaba desempleado, con un montón de deudas, básicamente sobreviviendo junto a mis dos hermanos. Apliqué para ayudante de cocina, músico en un restaurante y hasta plomero, nadie me llamaba”.
A mediados de septiembre sonó el teléfono. Sai consiguió una entrevista de trabajo en un restaurante. Acudió a la cita, pero no consiguió el puesto. Después tendría nueve entrevistas más, pero con la misma mala fortuna. Para febrero, recibió otra llamada, la décima. El gerente de una tienda de instrumentos musicales hindúes lo quería conocer de cerca. Su hermano Aarush le prestó su mejor traje y una camisa. Ambos en un azul sutil y elegante, zapatos cómodos, de piel café oscura. Sin corbata para dar un mensaje de flexibilidad y frescura, pero sin dejar de mostrar responsabilidad. Sai lucía impecable. Él caminó hacia su cita confiado, tenía un buen presentimiento desde que escuchó la voz de aquel gerente. A una cuadra y media de su destino, pisó excremento de vaca. No se dio cuenta. Llegó con el gerente. Se sentó. Al cruzar la pierna para sentirse cómodo, vio una plasta colosal en la planta de sus zapatos. Olía mal. Olía pésimo. Todo el hedor escapó en el cuarto. Se puso nervioso. Tartamudeó. Fue un desastre.
¿Qué paso? Le dieron el trabajo.
“El gerente me dijo que tenía un buen conocimiento de música hindú, me recomendó que tuviera más confianza en mí mismo y que me cambiara los zapatos”.
Sai trabajó por dos años en aquella tienda. “Ese empleo me enseñó mucho en el campo de la música tradicional hindú”. Poco después lo llamarían de nuevo, esta vez para entrevistarlo como ayudante de cocina en un popular restaurante en la costa. Sai no lo pensó mucho, iba por la calle y antes de llegar se embarró mierda en el zapato.
“No sé por qué lo hice, pero no paraba de sentirme inseguro si no lo hacía. Aquí las vacas son sagradas, todo lo que ellas producen en vida, es vida, incluso la caca”. Le dieron el trabajo, repitió ese mismo proceso y lo consiguió. Todo esto le ha atado a una superstición sumamente extraña, pero al parecer, efectiva. “Cuando mi esposa quedó embarazada le pedí a Dios una niña. Un día, ya sabrás lo que fui a hacer con mi zapato. No es por nada, pero mira el resultado”, dice Sai mientras levanta a su hija en sus brazos. Parece ser que en el universo de Sai, si la vaca obra bien, te va bien.
En México, hay una historia muy peculiar entre todas las que escuché. Valentín Salvador Olmos es zapatero desde hace 35 años. Adora su profesión, “ya casi nadie hace zapatos a mano, esto es un estilo de vida, es una profesión muy digna, que nos ha dado de comer durante muchos años”. Valentín tiene su propia tienda en Juchitán, Oaxaca, se llama Zapatería Olmos, Calzado hecho a mano, reza la frase que pintó en la pared de su negocio hace más de 15 años. Este sincero zapatero de profesión, cuenta que en noviembre de 1986, cuando supo que Judith, su esposa, estaba embarazada, fue una emoción desbordante, tanta, que abrió su taller en domingo –día que no trabajaba– para hacer una fiesta. Ese día, Valentín se sentía inspirado, habló con todo el mundo, sobre todo con Manuel, su ayudante y brazo derecho.
Valentín se tomaba unos tequilas con él y le surgió una idea que echaría raíz en sus deseos inmediatos: hacer un par de zapatos especiales para cuando naciera su amada descendencia. “Manuel me dijo que era mejor esperar a saber el sexo de la criatura para que no hubiera falla. Recuerdo que me recomendó que, en todo caso, hiciera un par de zapatos unisex”.
Valentín tomó el martillo, cortador y un escoplo curvo, sus herramientas de base; de pronto, le vendría una sensación que despertaría en él otra idea y ya no dormiría hasta verla materializada.
“Me llegó una corazonada de que iba a tener una niña y aunque dudé por un momento, me dije que si yo no lo creía, eso no podría suceder. Hasta pensé el nombre: Sofía Valentina Olmos. ¿A poco no suena con fuerza?”
Valentín se dispuso a hacer los zapatos para su niña especial, pero no solo se conformaría con eso, decidió arriesgarse aún más y hacer un par de zapatos para una niña de 15 años. “Quise apostar todas mis canicas, me entusiasmó la idea de hacer los zapatos para una ocasión especial, sobre todo para cuando tuviera conciencia mi hija. No sé, sentí que estarían llenos de amor y con un gran significado”. Así fue, Valentín hizo un par de zapatos color blanco perlado, de piel vacuna, trabajada al estilo cabretilla, de medio tacón, cerrados y escotados. Distintivos brillantes, incluida una especie de remache de plata para hacerlo más fino. El par de zapatos era inmaculado y elegante.
A mediados de agosto del año 86, a Valentín le quedaría claro que adelantar el futuro es contraproducente. Un niño de 2 kilos y 450 gramos, nacería en el hospital municipal de Juchitán. Oscar Valentín Olmos abría los ojos, para al mismo tiempo, abrirle a su padre los suyos.
Valentín no buscó deshacerse de los zapatos y los guardó en su clóset mientras pensaba qué hacer con ellos, tal vez con cierta esperanza de tener una hija en un futuro. Sin embargo, nunca llegó esa situación, pero sí quien usara los bellos zapatos blancos. De hecho, parecían haber esperado toda una vida para esa persona. Los zapatos le embonaron perfecto, solo apretaban un poco los lados del empeine, pero nada que pudiera lastimarle.
“Qué bonitas se me ven las pantorrillas, estos zapatos van a ser la envidia entre mis amigas, ¿ya viste cómo me quedan, Pa?” Así me platica Valentín que le dijo Oscar cuando le regalo los zapatos. Y es que resulta que su único hijo, resultó ser muxe. Así se les llama en la zona del Istmo de Tehuantepec a las personas nacidas con sexo masculino, pero que asumen roles femeninos en los ámbitos social, sexual y personal. Se dice que desde la época precolombina, la cultura zapoteca consideraba a los muxes como un tercer sexo, que no era mejor o peor que los hombres y mujeres, simplemente era diferente. De hecho en muchas familias se les valora como el mejor de sus hijos, ya que acostumbran quedarse con los padres hasta la vejez o ser quienes los cuidan en la enfermedad; muy diferente a la tendencia de los hijos heterosexuales, quienes acostumbran a casarse a temprana edad y mudarse de la casa de sus padres. Oscar Valentín, es apreciado en su familia y en la comunidad.
“No voy a decir que la noticia que me dio mi hijo fue miel para mis oídos, me ha quedado muy marcado ese momento y ha sido difícil vivir con esto. Mi esposa ha sido fuerte y comprensiva y me ayudó a entender la situación. Ver esto del lado positivo, de hecho es buen muchacho o muchacha, como le quieras llamar”, dice Valentín mientras suelta una de esas risas que aún no fluyen libremente.
Es común en esta región ver a los muxes, como parte integral de la sociedad. Eso ayudó a que Valentín asimilara la realidad. “Deseé tanto una niña, que mira… se me cumplió, pero de una manera que nunca me hubiese imaginado”.
Abrirse a la diferencia es una virtud que aún en sociedades en democracia y en la modernidad, no se logra integrar del todo. Esos zapatos son para Oscar un símbolo de su genealogía, y a la vez, un mensaje insertado en su presente. Con júbilo y acento desvergonzado me dice: “Mira, la vida es como la relación que tienen las personas con sus zapatos. Uno no puede esperar ni creer que se deben adaptar al pie. El que los zapatos aprieten es algo que pertenece a la realidad, pero poco a poco, se van aflojando”.
Esos zapatos perlados son la gravedad en la que recae su realidad, y a la vez, su superstición, porque según Oscar, sin ellos, no creería en el amor.