OTRO PEÓN EN EL TABLERO DE AJEDREZ DE ESTADOS UNIDOS
Analistas, comentaristas y prácticamente todo el mundo estaba convencido de que Trump no llegaría a la presidencia de Estados Unidos, pero nos guste o no, desde el 20 de enero es el residente de la Casa Blanca. Con su llegada, como con cualquier nuevo presidente, habrá múltiples cambios en la política interna e internacional de Estados Unidos.
Durante la campaña, Trump habló mucho sobre sus planes de política exterior. Sin embargo, dijo poco sobre la manera en la que se efectuarían y por lo tanto, no se conocen las repercusiones que podrán tener en el orden mundial. Una de las zonas que corre mayores riesgos con el cambio de administración es Medio Oriente, región sobre la cual Trump no ha presentado un plan de acción detallado.
De lo poco que ha dicho, sabemos que buscará aliarse con Israel. Después de ganar la presidencia en diciembre pasado, Trump dijo que se acercaría al país amigo, de quien su antecesor se había alejado. Y dicho y hecho, al tercer día de su gobierno habló con el primer ministro, Benjamín Netanyahu, para acordar la reunión de este mes.
La relación entre Tel Aviv y Washington no siempre ha sido de cercanía y apoyo como comúnmente se piensa. Cuando se formó el Estado judío en 1948, Estados Unidos no prestó particular interés en acercarse a él. De hecho, fue hasta 1967, después de la Guerra de los Seis Días, que Estados Unidos se convirtió en el principal aliado de Israel. Poco más de 5 años después, en la siguiente guerra árabe-israelí (o Guerra de Yom Kippur), el apoyo de Estados Unidos pasó de representar apenas 5% del producto interno bruto anual israelí a más del 20%.
En ese momento, Estados Unidos dependía de Israel para mantener un balance de poder en Medio Oriente. Sin embargo, cuando acabó la Guerra Fría en 1991, la función estratégica de la relación empezó a cambiar. La economía israelí mejoró y el interés de Washington por ayudarlo pasó a un segundo plano.
Ambos países tuvieron que ceder para mantener la cercanía. Estados Unidos no quería que Israel construyera asentamientos en Cisjordania, pero tampoco le interesaba lo suficiente como para tomar cartas en el asunto. Por su parte Israel, al obtener más libertad económica, pudo implementar políticas internas más arriesgadas, a pesar de que podrían costarle el apoyo estadounidense. Así llegamos a la relación de hoy en la que Israel es una potencia importante para Estados Unidos en el Medio Oriente, pero no es la única.
En 1991, la economía israelí mejoró y el interés de Washington por ayudarlo pasó a un segundo plano
Barack Obama lo dejó en claro durante sus ocho años de gobierno. Especialmente cuando se acercó a Irán, enemigo histórico de Israel y criticó la política de los asentamientos de Netanyahu. En un acto inédito, a fines de diciembre de 2016, Estados Unidos se abstuvo de votar una resolución de Naciones Unidas en contra de los asentamientos de Tel Aviv en territorio palestino. Evidentemente, durante los últimos años, la relación se tensó.
Israel está viviendo, actualmente, al igual que muchos países de todo el mundo, una tendencia hacia la ultraderecha que Obama no apoyó, pero que a Trump parece no molestarle. El acercamiento entre ambos países podría causar tensión con otros aliados de Estados Unidos en Medio Oriente, como Arabia Saudita. Además, si Trump cambia la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, lo que se ha evitado hacer por años dado el carácter de “ciudad internacional” de Jerusalem, podría haber un fuerte impacto en la estabilidad de la región, que de por sí es muy complicada.