Víctor Arguinzoniz escogió ser cocinero. Nació en el País Vasco, precisamente en el Valle de Atxondo, ubicado en una zona rodeada de bosques, en el límite con Álava. Lo habitan menos de dos mil personas.
El clima está templado y con mucha nubosidad. La tierra huele húmeda y el aire se siente limpio. Estaciono mi auto justo en la plaza frente al restaurante. Me recibe Víctor con pinta de cocinero desenfadado. Viste una camiseta negra que contrasta con su cabello canoso. Esconde una sonrisa que pronto se dibujará sobre su rostro honesto.
Arguinzoniz lleva 27 años trabajando con el asador. Hoy es considerado un experto en la materia. Asador Etxebarri se encuentra en el número 10 de la lista The World 50 Best Restaurants, y es el consentido de sus colegas en el mundo. Una de las razones radica en que su cocina respeta el ingrediente, y lo deja brillar en su más alta expresión.
Quiero saber cómo Víctor logra despertar tanta pasión entre sus comensales, y me siento a tomar una copa con él para averiguar sus secretos.
“Empecé desde cero. Este lugar era el bar del pueblo. No había nada más que la iglesia, a un lado de la plaza, y el ayuntamiento. El bar era como una pequeña tienda de ultramarinos. Lo mismo te vendían un chiquito de vino, que un kilo de garbanzos”, comenta pensativo, mientras recuerda cuando adquirió esta casa en ruinas. La reparó, consciente de que una casa no se comienza por el tejado, sino de la misma manera como maneja su gastronomía: desde los cimientos.
Su cocina, que él llama primitiva, la trata con honestidad. Creció en un ambiente donde el horario de comer era una doctrina. Desde la primera hora de la mañana, se ponían los cocidos sobre el fuego, para preparar la comida diaria de la familia. El olor a leña se le impregnó en la memoria.
Víctor vive a cinco minutos del restaurante, en una casona incrustada en la montaña donde cosecha su propio producto. “Aprendí de mis padres sobre agricultura y ganadería. El buen manejo lo logro porque crecí en el campo. Desde que aprendí a caminar trabajaba con ellos. Era muy sacrificado vivir de esta labor. Estamos en una zona muy buena, cerca del mar y del monte, pero hay que trabajar en el producto día a día. La escasez del ingrediente bueno es cada día mayor”.
Para Arguinzoniz, el lujo consiste en hacer lo que le gusta y donde le gusta. Por eso transmite al comensal su amor por la naturaleza. Plasma en sus platillos los olores de la primavera, de los brotes y de la nueva vida, que surge de la tierra. Es un perfeccionista y a diario se pregunta cómo hacerlo mejor.
Los lunes, cuando descansa el restaurante, le gusta salir al monte solo. Es cuando resuelve cualquier inquietud y le llegan las respuestas.
“Soy un simple cocinero que se emociona cuando cocina. Todo es cuestión de distancias, tiempos y temperaturas”, comenta mientras me guiña el ojo, y me invita a probar el pimiento choricero. “Es el pimiento que no se recoge. Se deja en la mata hasta el otoño. Cuando se pone rojo rojo, se recolecta. Los atamos uno por uno. Luego los colgamos para que se sequen durante todo el invierno. Así estarán secos para cuando llegue la época de hacer los chorizos. Cuando los tenemos que usar, los rehidratamos, sacamos la pulpa y con esa carne se embute la mezcla”.
Convencida de que la maestría conlleva entrega y mucho conocimiento, me despido del chef y me dirijo al comedor. El salón se encuentra en el segundo piso. Lo domina una gran mesa central de donde sale el servicio de vino y pan, y donde también se apoyan los platos antes de servirse. Los meseros visten de negro y se desplazan por el comedor con discreción.
La mesa vestida con mantel blanco hace las veces de un lienzo. Sobre él se posa la vajilla que resalta el producto escogido, como es el caso de la mozzarella de búfalo, que llega acompañada con pan tomate y anchoas.
La elegancia y cremosidad del queso me envuelve la boca y me despierta emociones desconocidas. Inmediatamente, entiendo el motivo por el que las anchoas comparten el primer tiempo. Esta entrada sencilla y a la vez compleja, me hace sentir la tierra donde me encuentro, donde sutilmente percibes la mano de un gran maestro. Asador Etxebarri es uno de esos lugares que pisas y de los que no quieres irte nunca.
Llegan los pimientos dulces de la casa asados en la brasa, los pelan a mano y luego los confitan. Es un plato español de toda la vida que sabe a gloria. Lo corona una yema de huevo apenas tibia, que temperan también sobre la brasa, y que combinan con lajas de trufa blanca. Se come a cucharadas para recoger todo el sabor en un mismo bocado.
El manejo del humo en Asador Etxebarri es perfecto. Es tan sutil que apenas lo percibes mientras la madera cumple su misión. El chef explica que el humo en sí, no le interesa. Lo que quiere es conseguir el sabor de la leña con la que esté trabajando, y que siempre quede en un segundo plano. Solo usa el humo cuando quiere ahumar un producto como el salmón o el bacalao.
“Hay que enseñarle al mundo que lo más importante del acto de cocinar es el sabor, que se consigue con una técnica ancestral” dice Víctor. Después de todo, lo que buscamos es sentir placer, y lo consigues dándole el protagonismo al producto”.
Muchos de los practicantes que llegan a este restaurante quieren encontrar el truco para poder replicarlo. Pero no existe una receta. Se trata de probar y probar durante años, hasta llegar a la justa medida de parrilla, y tipo de leña para cada producto. No en vano, se conoce a Arguinzoniz como el máster de la brasa.
Y así, con esa cuota de sencillez y complejidad, llega la gamba espardeña del Mediterráneo, que se toma con los dedos, le cortas la cabeza y derrama un jugo maravilloso que devoras, y luego, la pelas con mucho cuidado, sin perder una gota de esta exquisitez.
Los hongos porcini que recogieron esta mañana después de la lluvia, los rocían con un aceite especial y los confitan muy suavemente a las brasas. Luego los retiran y colocan en una bandeja, donde sueltan sus jugos, que luego recuperan para servirlos. Con esta misma pulcritud, llega el chipirón sobre una salsa de su tinta.
El menú degustación continúa con la ventresca del atún posada sobre un puré de jitomate espectacular, y sabemos que el final triunfal es el plato que le sigue: el chuletón.
No se puede decir que se estuvo en el País Vasco sin degustar el famoso chuletón de buey. El de Asador Etxebarri es fuera de serie. Víctor no se despega de su parrilla hasta que sirve el último chuletón a sus comensales, lo que despierta un respeto absoluto por parte de quien lo visita.
Asador Etxebarri
D. San Juan Plaza 1, Atxondo, Vizcaya
T. +34 9 4658 3042