En los años 60, Beirut y Biblos eran los dos lugares favoritos del jet set europeo para veranear. Estrellas como Brigitte Bardot disfrutaban de este Saint-Tropez alternativo, lejos de los paparazzi.
En Biblos, el verano volvía al Club de Pesca, reino de su dueño, Pepe el Pirata, y Beirut vibraba al ritmo de eventos, fiestas y festivales. El ambiente mediterráneo predominaba todo el año bajo un clima muy clemente. Al llegar la guerra del Líbano en 1982, se acabó el mundo de la vida fácil, se oscureció el cielo y los muros fueron acribillados. Hoy, resurge la vida del Beirut de antes de la guerra.
“Ahlan wa sahlan” significa ‘Bien- venido’. Entraba en la ruta de los fenicios, pisaba los pasos de la historia de Beirut llena de vestigios en una costa vigilada por montañas. Ha estado habitada por el hombre desde hace más de 6,000 años, región de conflictos, conquistas, guerras religiosas, siempre invadida, deseada por las grandes civilizaciones. La tierra de los fenicios ha visto pasar a egipcios, asirios, babilones, hititas, griegos, romanos, árabes, turcos, cruzados, ingleses y franceses.
Me instalé en el Four Seasons con una vista espectacular sobre el mar y la marina con sus impresionantes yates. Encontré la ciudad de siempre, alcancé La Corniche en ese paseo marítimo bordeado por elegantes edificios donde conviven perfectamente musulmanes y cristianos. Las dos rocas llamadas Les Pigeons, símbolo de la ciudad, surgen del mar con su color blanco y sus acantilados.
A lo largo de La Corniche, la gente pasea, mujeres al estilo occidental y otras al estilo musulmán con el pelo cubierto, caminan con un aire de ocio veraniego. Me lancé a la conquista de las calles de Beirut. El sol se ponía sobre el mar como el símbolo de las aventuras de la Odisea de Homero y la gente llenaba las calles del barrio antiguo, disfrutando de los últimos rayos de luz. Era tiempo de Ramadán y en la Place de l’Étoile, ese antiguo barrio estilo art decó, el ambiente era de fiesta.
Las terrazas de los restaurantes se llenan todo el año, la gente se instala, piden su chicha o pipa de agua, y el ambiente que se respira es relajado. En este barrio, los edificios de piedra caliza dorada albergan tiendas de grandes marcas como Cartier, Gucci, Hugo Boss, entre otras, que deslumbran con sus vitrinas, y el centro comercial del Bazar recuerda los bazares de antaño.
Lo primero que sorprende de esa gran metrópolis al pie de las montañas, es el tumulto de una intensa vida inmersa en el ruido de claxons y música oriental, esparcida en los diferentes barrios de la ciudad. Las heridas del pasado turbulento se han desvanecido, los edificios cicatrizan y se restauran, manteniendo el esplendor de su arquitectura. La ciudad resurge más fuerte, más alegre, más vigorosa que antes, pisando las huellas de su rica historia.
Las mezquitas, las iglesias, las ruinas de los templos romanos y los restos fenicios conviven. Visité la mezquita Al-Omari que era originalmente la iglesia de San Juan Bautista, con sus arcos de piedra amarilla y donde el mihrab ha sido colocado para indicar la dirección de la Meca.
La soberbia catedral San Jorge es de culto maronita y confiere un aire sagrado al barrio. La gran mezquita alza sus torres doradas y azules hacia un cielo del mismo tono, protegiendo las torres de la vecina iglesia; su inmenso domo desafia los enemigos mostrando al mundo que mezquita e iglesia pueden convivir lado a lado.
En la calle Gouraud se juntan los restaurantes y bares de moda, que se llenan de gente guapa con coches despampanantes. En el barrio Achrafiye los elegantes edificios conviven con los bares, restaurantes y un modernísimo centro comercial. El Albergo, un exquisito hotel decorado con antigüedades orientales, es el refugio ideal en la ciudad que se mueve al ritmo de sus noches cálidas. Beirut vuelve a ser el destino de fiesta, signo de riqueza, de mujeres que lucen joyas que parecen de otro planeta, camino a convertirse en el pequeño París del Medio Oriente.
Visité el Musée National, donde admiré todas las piezas que representan las diferentes culturas que se han instalado en sus tierras, incluyendo hermosos mosaicos de la época romana. Me dejé fascinar por la vida intensa que habita la ciudad, un verdadero núcleo donde se mezclan las culturas.
Permanecí en Beirut todo el tiempo durante mi estancia en Líbano, ya que todo lo que se puede visitar está al alcance en excursiones de un día. Nos dirigimos hacia el sur para visitar el puerto de Saida, o Sidón, que debió su auge al murex, el molusco del cual se produce el tinte púrpura, y a sus objetos de vidrio. Es un tranquilo puerto protegido por el Castillo de Sidón, construido por los cruzados en 1229. Disfruté paseando por esa ciudad amurallada con angostos callejones, mezquitas, hammams y el inmenso Khan Al Franj, una caravana que alojaba a los comerciantes y sus mercancías.
Más al sur, descubrí Tiro, con un gran encanto y casas mediterráneas bordeando misteriosos callejones que llevan a los restos de la iglesia de la Santa Cruz. A la orilla del mar, el sitio arqueológico de Al-Mina expone vestigios del puerto egipcio, del ágora romana y columnas de unos inmensos baños romanos. A lo largo de la costa, los elegantes edificios modernos miran hacia el mar y en el sitio arqueológico de Al-Bass encontré una extensa necrópolis con sus bellos sarcófagos, un majestuoso arco de triunfo y un inmenso hipódromo.
Pasé a las montañas que dominan Beirut para llegar al fértil valle de la Bekaa, con árboles frutales, viñedos y campos de cultivo. Descubrí las cavernas naturales usadas por los jesuitas desde 1857 para almacenar las barricas de encino donde envejecían el vino, ahora bodega del famoso vino Ksara. Finalmente, alcancé Baalbeck, creada por los fenicios, más tarde conquistada por Alejandro Magno que la llamó Heliópolis (Ciudad del Sol). Fueron los romanos quienes edificaron su belleza a partir del 60 a. C. y más tarde, sus inmensas columnas fueron desmanteladas y sirvieron para la construcción de Santa Sofía en Constantinopla.
El impresionante templo de Júpiter domina la ciudad. Anteriormente tenía 54 columnas de 22.9 m de altura, las más grandes del mundo, y hoy en día, sobreviven solo seis de ellas, desafiando el tiempo. El extraordinario templo de Baco alzó su pórtico con 15 columnas a los lados y 8 en la facha- da. En el mismo valle visité Anjar, considerada como la más antigua ciudad musulmana conocida has- ta ahora, donde destacan sus calles trazadas al estilo romano.
Al norte, subí la montaña a la tumba de San Charbel, el santo más importante del Líbano que ha hecho milagros y cuyo cuerpo ha sido conservado, según cuenta la leyenda. Es una visita obligatoria, llena de misticismo. Bajando del santuario visité Biblos, también llamada Jbeil, que conserva el encanto de su pequeño puerto fenicio, con sus callejones empedrados que bajan al mar, bordeados por antiguos edificios que albergan tiendas de souvenirs y fósiles.
En la costa encontré las ruinas de la antigua ciudad, con el castillo de los cruzados construido por los francos en el siglo XII, la muralla, los restos de los antiguos templos de Resheph y de Balaat Gebal, que datan del siglo III y IV a. C., los obeliscos y el teatro ro- mano. En la ciudad medieval destaca la iglesia de San Juan Bautista y el puerto está protegido por sus torres guardianas entre las cuales se extendía una cadena.
Otro día, me aventuré a Jounieh, una ciudad que vibra con el ambiente de fiesta de verano, famosa por sus discotecas, sus hoteles y restaurantes que bordean las mejores playas con agua de color turquesa. Finalmente, llegué a Trípoli para visitar su parte antigua, las bellas fachadas de las madrasas y mezquitas, la intimidad de sus hammams, la grandeza de sus caravanas, el olor a aceituna, a pastel de miel y a pistaches.
Los monumentos como la gran mezquita, la madrasa Al Qartawiyya, Khan as-Saboun, donde se venden los perfumados jabones, son el encanto de esa ciudad que conserva su aire medieval, dominada por la fortaleza de Raymond de Saint Gilles. Recorrí una carretera angosta que sigue los profundos barran- cos adornados por encantadores pueblos con castillos que marcan el paso de las cruzadas, con santuarios e iglesias que recuerdan a sus santos. Alcancé el valle de Qadisha y el hermoso pueblo de Bcharré dominado por sus campanarios, en medio de las montañas más altas del monte Líbano, donde encontré los famosos cedros, y la estación de esquí con excelentes pistas que funcionan cada año hasta el mes de abril.
Cada día salía de la ciudad para conocer el país que me fascinó y regresaba para andar por las calles de Beirut por la tarde, disfrutando de su ambiente amigable, alegre y acogedor. Me sentía libanés de alma y ya había escogido mis lugares favoritos, mis restaurantes y los narguiles que me gustaban más. Beirut es una joya que seduce por su gente encantadora, orgullosa y cordial. Es un fabuloso tesoro del Mediterráneo, tierra que ha vivido el derrame de sangre que provocan las ambiciones del hombre, pero que ha resurgido para ofrecer una riqueza inmensa.
Texto y fotos por: Patrick Monney