MON PAYS CE N’EST PAS UN PAYS, C’EST L’HIVER
“Mi país, no es un país, es el invierno” cantaba Gilles Vignault, y en las llanuras que bordean el Saint-Laurent, surgen los montes que fingen vigilar el ritmo de las mareas que arrastran el hielo, una vez hacia el oeste, otra vez hacia el este. Aquí habita una región que nos hace vibrar en el horizonte teñido de blanco cuando el invierno se instala después de haber conocido las hojas brillantes del verano, las praderas cubiertas de pastizales o trigo, los manzanos en flor y las lilas explotando de colores morados o blancos. La naturaleza juega a escondidillas con el sol, las flores son el reflejo de los ojos de esa gente siempre alegre, desde el Lac Saint Jean hasta Tadoussac, pero cuando se instala el frío, las chimeneas cantan y los trineos suenan sobre la nieve.
Llegué al famoso este de Canadá cuando un grueso abrigo de nieve inmaculada cubría los techos empinados de las casas, las colinas se pintaban con un matiz de grises, azules y blancos, y el río, ah! el río, mi río, corría como la sangre del cuerpo. Después de tantas aventuras en esa región, de tantas exploraciones en cada temporada del año, regresaba a mi tierra de adopción donde la lengua francesa era mi pasaporte. Llegué cuando el abrigo blanco cubría los horizontes de diferentes formas y el fiordo del Saguenay estaba pasmado en el tiempo porque la banquise, témpanos de hielo en superficie, lo habían atrapado. En mi cabeza seguía tocando la canción de Vignault “Mon chemin ce n’est pas un chemin, c’est la neige”. El paisaje era una fábula, los árboles estaban vestidos de blanco y los montes surgían como en un cuento de hadas.
Había dejado la ciudad de Quebec después de haber pasado unos días recorriendo sus calles, probando sus diferentes restaurantes de gran cocina, alojado en el soberbio Manoir Victoria donde encontré el exquisito restaurante Chez Boulay-Bistrot Boréal. Recorrí el Parcours des Saveurs que me ha llevado por el sendero de los sabores que corre las calles del viejo Quebec, en la Ciudad Alta, para descubrir las diferentes tradiciones culinarias y culturales de esta amada ciudad. Apreciaba los aromas típicos locales, desde arándanos hasta jarabe de maple natural, de los vinos a las cervezas, del chocolate hasta lo original de una crepa québécoise. Deambulé por las misceláneas, chocolaterías, restaurantes y fue una experiencia auténtica, enriquecedora, que me abrió la puerta a otra faceta de ese Quebec lleno de sorpresas.
Mi carretera bordeaba el Saint- Laurent donde los atabales navegaban al ritmo de las mareas que cambian el paisaje, a más de 1,000 km del mar. En mi horizonte se perfilaba la isla d’Orléans, verdadero vergel de veraneo, ahora apacible bajo la nieve y Sainte Anne con su hermosa basílica. Con mi coche, escalaba los montes como una culebra, los bosques de pinos dominaban el piso blanco, la Navidad se había instalado como en una postal de temporada.
En el fondo del valle, surgió Baie-Saint-Paul, isla en medio de una llanura blanca, un pueblo de artistas que brota en medio de un espacio congelado con los campanarios de las dos iglesias que se alzan como flechas dirigidas al cielo azul. Las dos calles del pueblo, cuyas zanjas amontonaban la nieve de los últimos meses, me recibieron con sus tiendas de arte para llevarme a mi hotel.
La Ferme es un hotel de refugio urbano en el campo, entre montañas y ríos, un espacio natural entre el pueblo y el Saint- Laurent, parte del proyecto Le Massif de Charlevoix, una de las mejores estaciones de esquí de Canadá, que nació del sueño de Daniel Gauthier, cofundador del Cirque du Soleil. Al entrar en La Ferme, sentí ese ambiente acogedor, creado por una verdadera comunidad de deportes en la naturaleza, sensibilidad cultural, de sabores con productos locales, de gente auténtica y la armonía de esa reserva mundial de la biósfera. El concepto de La Ferme es una arquitectura bioclimática con cinco pabellones inspirados por las granjas de antaño, una plaza pública con la pista de patinar, donde es un placer calzar los patines y disfrutar de ese deporte, los restaurantes y la estación de tren. Me sentía remontar en el tiempo en esa esfera de sabor antiguo con visión futurista, donde la madera reciclada traía las vibraciones de lo que había sido, carretas, cajas de frutas, mesas de establo o muros de los mismos establos. El ambiente era jovial y amigable, todo el mundo hablaba con todo el mundo, se conocían de las pistas de esquí o del paseo en tren. Estaba fascinado, embrujado por ese Quebec que sabe convivir con la naturaleza.
Calzando las raquetas, caminé a campo abierto con Philippe, mi acompañante de ese primer día, hacia el río para descubrir una goélette, esos antiguos barcos con fondo plano que navegan para descansar sobre el lodo cuando baja la marea. En el bosque observamos las huellas de lobos y venados, mi cuerpo goteaba del sudor que provocaba el esfuerzo de esa caminata con raquetas, mi alma flotaba ante el peligro de encontrarnos con el oso que vimos alejarse.
Terminé mi día en el Spa con un baño en el agua termal de la piscina exterior, rodeado por la nieve y un cielo negro punteado de estrellas. En el restaurante Les Labours, el chef David Forbes inventa una exquisita cena de sabores regionales, el salmón ahumado local precede un confit de pato y los postres son excepcionales.
Mi segunda aventura auténtica fue visitar a los productores locales: la Laiterie de Charlevoix, donde la familia Labbé produce excelentes quesos desde hace ya varias generaciones e instalaron su ecomuseo con antiguos objetos que formaban parte de la vida cotidiana de un fabricante de derivados de la leche. Le Domaine de la Vallée du Bras es un refugio al fondo del valle, donde Pascal Michel produce unos sorprendentes vinos, secos o dulces, de tomate, el llamado Omerto. Me explicó su proceso, congelando los tomates y siguiendo con la fermentación del jugo y su producto final que es un verdadero vino. En la granja vasca descubrí a Isabelle y Jean-Jacques que producen su magret, confit, o foie gras, siguiendo las técnicas aprendidas en Francia. Visité Le Centre de l’Émeu de Charlevoix donde Raymonde Tremblay cría emús para el consumo de su carne y elaboración de productos de belleza.
Cuando el cielo azul estaba reflejando la luz tenue del invierno, recorrí las dos calles de Baie-Saint-Paul para descubrir el secreto que hace del pueblo un fascinante encanto. Fue como regresar en el tiempo, la nieve blanqueaba las aceras y las exquisitas tiendas adornaban la calle principal, ofreciendo obras de artistas; era como un pueblo hechizador de las maquetas de tren, todo perfecto. La boulangerie À Chacun son Pain y la chocolaterie Cynthia expandían sus olores, y en el restaurante l’Orange Bistro degusté la cocina de Mario Jean. El ambiente ‘country’ de Saint Pub microbrewery me invitó a degustar su cerveza artesanal, La Vache Folle. En las tiendas encontré pinturas de artistas olvidados en el tiempo, edredones, lámparas creadas por artistas locales y cerámicas que parecían surgir de los sótanos de las bisabuelas. Baie-Saint-Paul me envolvió en su abrigo de invierno para calentar mi alma, saboreando su hechizo.
El tren es otro poema. Lo tomé en la estación del hotel con mis esquís, atravesamos la campiña, seguimos la orilla del Saint Laurent donde el hielo tomaba formas surrealistas y llegamos a Grande Pointe, la estación de Le Massif. Una góndola me permitió alcanzar la cima de la montaña y empecé mi día de deporte intenso bajo un sol radiante y con un frío digno de los cuentos del norte. La nieve brillaba, los pinos centellaban por el hielo atrapado en sus ramas, y me deslizaba en las pistas que serpenteaban en el bosque de pinos y maples, disfrutando las vistas sobre el río que parece un mar, con los atabales que palpitan al ritmo de las mareas. En Summit Cafeteria, el chef Bessone propone platos orgánicos, y allí disfruté de un momento de relajación con una vista soberbia sobre las montañas, el gran río abajo y la otra orilla del Saint-Laurent. En la tarde, tomé mi trineo para bajar la pista, piste de luge, de 7 km en el bosque, con curvas que hacían explotar la adrenalina, con una parada en un refugio para tomar el té y dulces de maple. Pasé por un hermoso puente pasmado en el tiempo y llegué al final del camino, cerca del río. Tomé el tren de regreso, un viaje idílico con las vistas sobre el Saint-Laurent cuando el sol se escapaba en el horizonte y, llegando a La Ferme, fui a relajar los músculos en el agua caliente en medio de la nieve, para disfrutar enseguida de un masaje. Repetí ese mismo trayecto en tren por varios días, y exploré las diferentes pistas de Le Massif, disfrutando de su ambiente exquisito.
En el cercano Chenil du Sportif Husky, me esperaba un trineo con 4 perros y empezamos un recorrido maravilloso en medio del bosque boreal de árboles bajos, por un estrecho sendero, descubriendo las huellas de coyotes, zorros o renos. La magia surgía, el cuento se instalaba, las hadas brillaban en el bosque donde la nieve vestía las ramas de los pinos. El paseo fue largo y gozaba de cada instante de ese sueño en blanco, observando las colinas, las montañas, los valles y el horizonte de donde el sol nunca se despegaba. El final de la tarde fue el momento ideal para navegar en kayak por ese río que acarrea enormes bloques de hielo y disfrutar de un paseo excepcional jugueteando con las focas que se acercaban con cierta curiosidad.
Al día siguiente, fuimos más hacia el norte, hasta el lago congelado donde encontramos unas cabañas instaladas. Una vez allí, protegidos del frío, empezamos a pescar a través de un hoyo hecho en el hielo, hasta llenar la canastita que después llevamos a La Ferme para que nuestros trofeos de pesca fuesen cocinados por el chef y servidos en nuestros platos.
La Ferme, Le Massif y Baie- Saint-Paul invitan a palpitantes aventuras, Charlevoix tiene una magia que seduce. Montreal y la ciudad de Quebec son otros tesoros en ese camino que lleva a Charlevoix, un auténtico baúl de mágicas sorpresas que embrujan. El encanto de su gente, la excelencia de su cocina, lo majestuoso de sus paisajes invernales lo convierten en un viaje ideal. Charlevoix es un destino para las cuatro estaciones: esquí, trineos con perros o sin ellos y raquetas, en invierno; observación de ballenas, en verano; kayak de mar, caminatas y recorridos en tren en primavera. Su invierno es sublime, su verano es una poesía, su primavera es una canción, su otoño es una sinfonía de colores, pero además de todo eso, es siempre un placer gastronómico. Le Massif, como la Montagne Sainte Anne, son fabulosas estaciones de esquí a la puerta de la ciudad de Quebec.
GUÍA DE CHARLEVOIX
DÓNDE DORMIR
Hôtel La Ferme
D. 50 rue de la Ferme, Baie-Saint- Paul.
T. 418 240 4100
Hôtel Gault
D. 449 rue Sainte-Hélène.
T. 514 904 1616
Hôtel Manoir Victoria
D. 44 Côte du Palais
T. 418 692 1030
Hôtel de Glace
D. 9530 rue de la Faune, Québec.
T. 418 623 2888
DÓNDE COMER
Les Labours
D. 50 rue de la Ferme, Baie-Saint- Paul
T. 418 240 4123
Summit Cafeteria, Le Massif
Le Saint Pub Microbrewery
D. 2 rue Racine, Baie-Saint-Paul
T. 418 240 2332
L’Orange Bistro
D. 29 rue Amboise Fafard, Baie- Saint-Paul
T. 418 240 1197
Maison Christian Faure
D. 355 Place Royale, Metro Place d’Armes
T. 514 508 6452
Mais
D. 5439 Blvd Saint-Laurent
T. 514 507 7740
Le Cartet
D. 106 Rue McGill
T. 514 871 8887
Bistrot La Fabrique
D. 3609 rue Saint Denis
T. 514 544 5038
Diese Onze
D. 4115 rue Saint Denis
T. 614 223 3543
Chez Boulay-Bistro Boréal
D. 1110 Rue Saint Jean
T. 418 380 8166
QUÉ HACER
Spa du Verger Hôtel La Ferme
D. 50 rue de la Ferme, Baie-Saint- Paul
T. 418 240 4120
Kayak de mar y paseo con raquetas Katabatik
D. Sebatien Savard
T. 418 665 2332
Fábrica de quesos y ecomuseo La Laiterie de Charlevoix
D. 1167 Blvd Monseigneur Laval, Baie-Saint-Paul
T. 418 435 2184
Pesca en el Viejo Montreal
D. Yacht Club de Montreal en el Quai de l’Horloge, muelles del viejo Montreal
T. 514 707 7773
La Nuit Blanche en Montreal
Centre PHI
D. 407 rue Saint Pierre, Metro Square Victoria
T. 514 225 0525
Ruta de sabores en Québec
D. 12 rue Sainte Anne, Québec
T. 418 694 2001
Museo del Chocolate
D. 634 rue Saint Jean Baptiste
T. 418 524 2122
Estación de esquí. Acceso con el tren Rail Shuttle- Réseau Charlevoix
Le Massif de Charlevoix:
Texto: Patrick Monney