“LOS VIAJES BUENOS, ENGORDAN; LOS MALOS, ADELGAZAN”.
Hace apenas diez años, Héctor Zagal era el nombre de un frugal filósofo quien, ateniéndose a la denominación de origen de la profesión, se ocupaba de la academia y demás melindres escolares. En calidad de Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra y dada su expertise en Aristóteles, concentraba esfuerzos en diversas investigaciones, publicando ensayos sobre ética, y desde luego, con una agenda rebosante de clases. Sin embargo, desde el éxito de La cena del Bicentenario (Planeta), publicada en 2009, el apellido Zagal se ha convertido en la rúbrica de un fecundo novelista –seis novelas en 13 años–, que por si fuese poco, ha sido adaptado al teatro en más de una ocasión.
No obstante, por encima de las cuatro reediciones de Gula y cultura (Panorama), sus polémicos libros sobre política y sus textos escolares de civismo, la importancia del doctor Zagal estriba en que, a través del alcance mediático del que se sirve (programas de radio, cápsulas de televisión, columnas en impresos e intensa actividad en redes), ha conseguido granjearle un suculento espacio a la cultura dentro de la agenda nacional. Deleitados por tantos frutos, los entusiastas de su obra nos preguntamos: ¿Cuál es la receta secreta? Todo apunta a que el ingrediente estrella del doctor Zagal es, en sí, la gastronomía. Como, luego existo.
¿Por qué no es incorrecto en lo absoluto llamarle filósofo gourmet?
Es que para ser gourmet hace falta tener un buen estómago y una cartera llena. En estricto sentido, yo no soy gourmet. Yo creo que soy más bien un filósofo que disfruta de comer, que habla de la vida y para mí la comida es una parte muy importante de la vida. Por lo cual creo que podríamos cambiar el título y decir algo así como “filósofo goloso”.
En Gula y cultura, uno de sus libros más exitosos, resalta la crítica que hace tanto de los americanos como de los ingleses, principalmente desde el punto de vista gastronómico, pues arguye usted que si el hombre fuese lo que come, no habría lugar para ingleses y menos para yankees.
Lo que me sorprende de Estados Unidos es que, siendo un país que ha dado cuenta sobre su cultura porque tiene literatura, porque desarrolla ciencia, porque hace arte, no tenga comida. Sí hay algo, por supuesto, pero en el fondo no la tiene, y además, lo caótico, ¡no la aprecia! Los ingleses –hay que decirlo, todo esto son generalizaciones– tienen bastante más sensibilidad de la que parece; lo que sucede es que la comida estándar es una comida bastante mala en Inglaterra.
Una idea entonces: lo que importa en un país para medir su comida es la cotidiana, la que come el oficinista, no la que come el fin de semana en su casa o en algún restaurante elegante. Y ahí sale muy mal parada Inglaterra y sobre todo EE UU. Creo que, en efecto, hay dos aspectos del temperamento norteamericano que impiden la creación de una alta cocina casera: a) el capitalismo lleva a la producción en serie, a la estandarización y eso es incompatible con la alta cocina. La comida casera, la alta cocina, es una cocina del día, del momento. El huitlacoche se come, sobre todo, en época de lluvias. En abril se comen los escamoles y las manzanas no son todas iguales. Entonces, cuando nosotros enseñamos al público, a los comensales, al consumidor en general, a que debe de exigir que todas las manzanas sean del mismo tamaño y que siempre debe estar disponible el producto, hemos acabado con la cocina de temporada; y b) la comida exige tiempo, para comerse y preparase. En este sentido, un temperamento excesivamente práctico no es, en definitiva, compatible con una alta cocina casera.
La comida en muchos autores no deja de ser secundaria, sin embargo, en su obra, la gastronomía desempeña un papel fundamental y constituye un elemento que la cruza transversalmente. ¿Por qué y, sobre todo, para qué? ¿Qué se esconde en la comida que lo imanta a tal grado?
Pues me gusta. Cuando la gente recuerda la Ilíada por los grandes momentos heroicos, por las batallas, yo de la Ilíada de lo que siempre me acordaba cuando era chico –y hasta la fecha– era de la carne asada que comen los personajes, de ese vino espeso, de las canastas de pan. De alguna manera, uno escribe de lo que más le interesa, de lo que le gusta. Existen novelas que están cargadas de sexo, de melancolía, de tristeza, hay novelas que están cargadas de amor, pues mis novelas están cargadas de comida, donde la comida perfila los personajes, pone los escenarios y me permite acercarme al mundo, porque además creo que la comida es visual, es olor, es por supuesto gusto, e incluso también es sonido. Un personaje que no come es un personaje falso.
Decidió cambiar la vida austera del filósofo por la del novelista. ¿Es copiosa la vida del escritor?
Creo que eso de la austeridad del filósofo es relativo. Hay filósofos que ciertamente fueron sobrios y austeros como Diógenes, el cínico, quien vivía en un barril, cuya única posesión era una lámpara y un cuenco con el que bebía agua. Después de ver a un niño beber con la mano, Diógenes dijo: “me acabo de dar cuenta de que ni siquiera necesito ese cuenco”. Pero hubo otros filósofos que se la pasaban bastante bien. Sócrates, por ejemplo, tenía fama de ser un buen comensal y además un gran bebedor, resistía mucho. Hay otros pensadores que sin duda han comido: Tomás de Aquino era gordo por complexión, pero también porque le entraba a la cerveza y a los vinos. Creo que la filosofía no está peleada con la comida. Claro que yo prefiero siempre, más que la vida pura del académico, la vida del escritor, que da más placeres, más variados y que además es compatible con la filosofía.
¿Por qué habríamos de leer a Héctor Zagal?
Es una pregunta difícil. Porque hay momentos en que resulto divertido: el entretenimiento me parece el gran motivo de la lectura en general; y porque pienso que conversar con alguien siempre es importante. Además, considero que tengo cosas que decir.
Me parece que en ocasiones soy provocativo. Mis posiciones en política y filosofía son siempre un equilibrio entre lo que entre comillas podríamos llamar una izquierda y una derecha. Pero sería el mismo motivo por el que te gusta platicar con alguien. Por otro lado, creo que no es una obligación. Si no me quieres leer, no me leas. Y si comienzas a leer- me y te parezco interesante, estimo que es la mejor prueba de que vale la pena leerme.
Tomó distancia de la academia para adentrarse en el mundo de la ficción, particularmente en el campo de la novela. ¿Qué ha sido de la filosofía desde que le ha dado este twist a su carrera?
Aunque no lo creas, sigo publicando artículos de filosofía para filósofos. Este año apareció un artículo mío sobre el tema de la liberalidad en Aristóteles; el año pasado, publiqué sobre la eutrapelia en Aristóteles. Yo creo que la alta cultura, la ciencia, la filosofía para filósofos, es como estas cumbres a las que pocas personas acceden porque simplemente no les interesa llegar, pero es muy importante que exista una masa crítica de conocimiento que por deshielo fecunda y fertiliza los valles. A mí me gusta decir eso. También me gusta decir que soy de alguna manera un divulgador, un intermediario, entre esos señores endogámicos, que solo le hablan a los filósofos, y la divulgación pura. Lo que yo hago es mediar, y me nutro de la filosofía dura también, porque si no, el riesgo de no contar con una masa crítica es que como escritor termina uno siendo un divulgador de divulgaciones, un divulgador de generalidades. Y creo que esto al final se nota.
Desde siempre ha habido oferta gastronómica en el país, pero no deja de ser cierto que en fechas recientes se ha disparado una fiebre por la buena comida. ¿Existe alguna relación entre el buen lector y la gente de buen diente?
No, no creo que exista una relación entre el buen lector y la persona de buen diente. Me parece que son dos temas distintos, dos placeres diferentes. El placer de la lectura no necesariamente es el placer de la buena mesa y viceversa. Sin embargo, creo que un gourmand, una persona que disfruta de comer, una persona que ama los placeres de la buena mesa, puede potenciarlos cuando sabe lo que está probando. Conocer el contexto, la historia de los alimentos, te permite disfrutar más porque no solo te enfrentas al platillo, sino a lo que está detrás del platillo.
Un novelista como usted, provisto de un vivo interés culinario, debe contar con un ritual en torno al acto de escribir. ¿Se alimenta mientras escribe?
De ser así, ¿tiene algún hábito en el proceso creativo? Todo depende de lo que se trate. Si escribo filosofía, creo que hay que beber café sin azúcar, denso, negro; que te lleve a concentrarte. Escribir literatura depende del momento. Yo te confieso que en los momentos más difíciles, los momentos en que estoy atrapado en una anécdota, en los momentos que no encuentro una palabra, hay dos recursos: el chocolate, el vino, y en caso desesperado, el whisky. Hay un escritor –no recuerdo quién, era un anglo- sajón– que decía algo así como que había que escribir bebido, pero corregir siempre sobrio. Yo no me embriago para escribir, pero creo que de vez en cuando, un estimulante como el chocolate, el café o el vino tinto, ayuda a escribir. Ahora, lo que sí es cierto es que no puedo escribir con música, no puedo escribir con redes sociales. Soy de la vieja escuela y me tengo que concentrar en mi pequeño reducto que es mi estudio
Por último, se avecina una condimentada novela.
En efecto. Pronto aparecerá una. Se llama El inquisidor, está situada ambiguamente a finales del siglo XVIII, y digo ambiguamente porque como es una ficción histórica no quiero decir con exactitud en qué momento. Entonces, lo interesante de esta novela, por un lado, es que está situada en México –la Nueva España–, pero a mí me interesa mucho subrayar la riqueza de la Nueva España, el espacio tan interesante que llegó a representar. Es un momento en que los piratas están por Campeche, en el que hay rebelión de indígenas en Nuevo México, en el que California ya está estableciéndose, en el que la nao de China trae regularmente objetos de Filipinas, de China, de Japón, de la India. Es decir, la Ciudad de México es uno de los centros del mundo: esto es muy importante. Por otro lado, habrá intriga policíaca, en sus páginas hay mucha comida y, por supuesto, hay un banquete extraordinario que ya se me hace agua la boca de pensar en él. Continuamente se va a hablando de comida, de los postres conventuales, por ejemplo.
También puedo compartirte que el personaje es un jesuita liberal. Pero algo quizá muy peculiar de esta novela es que el otro personaje, el inquisidor, no es este ser unilateral, “ñaca- ñaca”, malo, que quiere quemar a todo mundo. Sino un personaje que tiene un conflicto de conciencia y que la novela trata de explorar: ¿por qué alguien sería capaz de quemar a sus semejantes? Puedo decirte además que el primer capítulo comienza con la ejecución de un sodomita. La gente supone que la inquisición se dedicaba a quemar brujos y herejes, sin embargo, en México, en realidad, casi no hubo brujos y casi no hubo herejes.
Texto por: LUIS FELIPE FERRA
Es Licenciado en Comunicación por la Ibero, Maestro en Humanidades por el Instituto Cultural Helénico y Maestro en Gestión de Arte y Cultura por la Universidad de Melbourne. Es cofundador de la productora cultural Polytropos, director en Central Buzz y pertenece al Global Fellowship (2017- 2018) del Instituto de Relaciones Culturales Internacionales de la Universidad de Edimburgo.
Fotos por: Alejandro Maafs