Capital mediterránea con un suculento acento
Los griegos la fundaron para que cruzara los siglos con vestigios gloriosos y famosos personajes hasta ser la Capital Europea de la Cultura 2013
“Tu me fend le cœur”, repetía Marius en el memorable juego de cartas que inmortalizó Marcel Pagnol, escritor y cineasta hijo de la Provenza. Podríamos utilizar esa corta oración como lema de la región: “me partes el corazón”; porque las ciudades y los paisajes son una invitación a saborear la historia, la cultura, el acento que canta, los personajes fascinantes y sus fantasmas, los monumentos prestigiosos y sentir un enamoramiento por un lugar protegido por los dioses de todas las épocas. La Bonne Mère (iglesia de Notre-Dame de La Garde) vigila el Vieux Port y nos guía desde lo alto de la colina, con su estilo románico-bizantino de mármol y pórfido, a su estatua de bronce de la Virgen de 11 m y a su rico interior cubierto de mosaicos donde lucen los exvotos de marineros agradecidos o de fanáticos del club de fútbol Olympique de Marseille.
El Vieux Port es el corazón que late con los pies en el pasado y la cabeza en el futuro. A su lado encontramos los vestigios del puerto creado por los griegos en 600 a.C., al que llamaron Massalia, centro de intercambios. Floreció en tiempo de los romanos, decayó en la Edad Media como consecuencia de ataques y epidemias y resurgió con brillo con la llegada del rey René. Protegido por los fuertes de Saint Jean y Saint Nicolas, el puerto acogía a la flota mercantil que venía de horizontes cada vez más lejanos. Marsella se dotaba de bellos monumentos y ha sido testigo de grandes eventos como la salida de tropas para instaurar un imperio colonial y el regreso masivo de los Pieds-Noirs de Argelia.
El viejo puerto se ha vestido con una nueva silueta, donde la gente camina por un gran espacio que ha eliminado parte de los coches y en las mañanas los pescadores acostan para vender el pescado fresco que se utilizará para preparar la Bouillabaisse, la sopa de pescado con sabor exótico acompañada por su rouille, que se servirá en los restaurantes que visten los edificios que rodean el puerto. Nos reciben los finos mástiles que sostienen un umbráculo de casi mil metros cuadrados diseñado por Norman Foster, revestido de aluminio, y que funciona como espejo donde los caminantes se admiran colgando. La poesía del aire nos hace flotar sobre los rizos del agua para descubrir los monumentos del Vieux Port: la legendaria Canebière es la avenida que desemboca al centro del puerto, el paseo nos lleva al Hôtel de Ville (alcaldía), construido en 1673 y que sobrevivió a los bombardeos de la última guerra; la place Villeneuve Bargemon, con el intrigante edificio temporal de madera que ofrece un espacio cultural sobre la historia de Marsella. En el otro lado del puerto, dominado por Notre-Dame de la Garde, podemos observar La Criée, donde se vendía el pescado hasta 1975, antes de ser transformada en teatro, y la abadía Saint Victor, edificio medieval que alberga a la Virgen Negra. Al pie de Saint Jean, como si estuviera flotando en el agua, encontramos el MuCEM (Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo) con su insólita arquitectura de serpientes negras que juguetean entre la luz, la Villa Mediterranée con su inmenso techo volado entre cielo y mar y el museo Regards de Provence que se aloja en el antiguo edificio sanitario. Alcanzamos la imponente Catedral La Major con su parte medieval y la del siglo XIX, donde las arcadas se están restaurando para crear un espacio de elegantes tiendas. Siguiendo la costa, Marsella se adorna de espacios culturales como el J1, el Silo y el FRAC.
Una visita al antiguo barrio de Le Panier se impone para descubrir los callejones y placitas donde se han instalado artesanos y visitar la Vieille Charité, que data del siglo XVIII y albergaba a los pobres y que hoy en día es un espacio cultural, también el Hôtel Dieu, que fue un hospital y hoy abre sus puertas como el elegante hotel Intercontinental. Pasamos por la casa Diamantée (1570), el Hôtel de Cabre (la casa más antigua de Marsella, 1535) y terminamos por la iglesia Saint Laurent, escaso vestigio del arte románico provenzal. El último toque de elegancia del Vieux Port es el Pharo, residencia imperial construida por Napoleón III; mientras la Ópera, la plaza Estienne D’Orves, el edificio del Museo de la Marina y las elegantes fachadas de la Canebière, son el remate de una gran capital. A lo lejos brillan sobre el agua plateada las islas del Frioul y el Château d’If, esa imponente cárcel antigua sede de la historia de El Conde de Montecristo imaginada por Alexandre Dumas.
Pero Marsella es también su ambiente pluricultural que mezcla a cristianos y musulmanes, magrebíes y africanos, chinos y turcos, donde el mercado Noailles se colorea con textura marroquí y el acento cantado se transforma en un cantar árabe. La riqueza de ese encuentro de culturas llena las terrazas de los cafés y pinta las calles de trajes de otros horizontes para dar a Marsella su sentido de capital mediterránea.
La Provenza es un encuentro de paisajes y ciudades que imponen por su vigor y que han conocido a grandes artistas como Van Gogh, Cézanne, Pagnol y Daudet, entre muchos otros. El tren nos lleva a Cassis, un pequeño pueblo marinero al fondo de su puerto natural dominado por los restos de la fortaleza y rodeado por altos acantilados. Desde lo alto de Cabo Canaille, la vista sobre la bahía, el pueblo y los viñedos es fascinante, un paisaje surgido de la imaginación de Júpiter y pintado por un impresionista. Los callejones se infiltran entre la brisa del mar y los reflejos del sol, escondiendo sus sombras entre las casas y algunos bares de vino. En el puerto se instalan las terrazas de los restaurantes y la vida transcurre con elegancia al son de los barcos que lo habitan. Al caminar por los senderos que recorren la garigue (típica vegetación mediterránea donde encontramos tomillo y romero) del Parque Nacional, alcanzamos las calas, esas profundas entradas de mar donde el azul turquesa del agua juguetea con lo gris de los altos acantilados habitados por pinos. Finalmente, descubrimos desde lo alto de la montaña la profunda Calanque d’En Vau, con su agua traslúcida donde los acantilados se hunden a pique. El escenario detiene el aliento, el corazón se suspende por la emoción, en los ojos se refleja la majestuosidad de esa acuarela natural. El sol se estremece sobre piedras y mar y el caminante se entrega al escalofrío de la belleza y el vértigo. Cassis es un paraíso natural con el alma en su puerto, rodeado por vestigios ancestrales como la gruta Cosquer cubierta de pinturas rupestres accesible buceando y adornado de cabanons, o cabañas de playas, y barquitos de pescadores.