Hace unos años invité a cenar a mi casa a Giorgio d’Angeli con Alicia Gironela, su esposa, para pedirle algunos tips de dónde comer bien en Italia, y Giorgio me dijo: “Te voy a dar un solo tip, pero me lo vas a agradecer toda la vida: llegando a la primera ciudad, te compras la Guida alle Osterie d’Italia Slow Food”, y eso hice. Desde entonces, viajo con ella y en efecto le estoy muy agradecido a mi amigo por ese delicioso regalo. Este año me encontré con la maravilla de que ya tienen una aplicación con el mismo nombre y ahí sí que no hay pierde porque los lugares están curados por miembros de este movimiento.
La asociación Slow Food nació en Italia gracias a la creatividad de su fundador, Carlo Petrini. Desde entonces, ha tomado fuerza en toda Italia, ya que reconoce a los restaurantes que aplican el principio de “kilómetro cero”, es decir, aquellos comprometidos a consumir un alto porcentaje de sus insumos de productores locales para que su huella en el ambiente sea baja. Los distingue la insignia en forma de un caracol y premian a quienes se esfuerzan por retomar los sistemas originales de cultivo y a quienes están en el campo tratando de mantener los métodos más puros y menos dañinos para el hombre y el medio ambiente. Muchos de ellos aportan conocimientos y descubrimientos, como por ejemplo, el cerdo cinta senese que es original de Siena y el que utilizaban los romanos para su prosciutto y salami.
La región Emilia Romaña está limitada al norte por el río Po, al este por el mar Adriático y al oeste por los Apeninos. La bruma es constante y cubre los llanos, aunque sus veranos son calientes y sus inviernos húmedos.
Boloña es la capital de esta región, eminentemente gastronómica, llamada Emilia Romaña. Es la cuna de la primera universidad del mundo occidental que data de 1088, hoy entre las grandes universidades europeas como las de Oxford, París o Salamanca, creadas siguiendo su ejemplo; es por lo que la ciudad está siempre llena de estudiantes y maestros.
En los últimos años, el auge del turismo gastronómico la ha vuelto un destino para glotones y sibaritas de todo el mundo. Esta región, siendo menos famosa que la Toscana o el Véneto es, según los propios italianos, la zona de la gran gastronomía italiana. Ahora que han invertido en los vinos Lambrusco espumosos y en la uva Sangiovese que se vinifica al norte de Boloña en cientos de bodegas, la región ha llamado la atención inclusive de la asociación Slow Food para incluir un capítulo especial referido específicamente a los vinos de la región en su guía Slow Wine 2018.
En un sotopòrtego en pleno centro de Boloña, llegamos a la Osteria Bottega, donde nos recibe la signora Minarelli con calidez boloñesa. Es un sitio pequeño, pero acogedor con toques de verde fresco como de oliva cruda. Una atmósfera cálida y jovial. Al fondo suena una canción de Lucio Dalla, probablemente “Anna e Marco”, que armoniza todo perfectamente. El sta es congruente con el todo, aleccionado para la buena atención y el servicio rápido. En el menú un parmesano reggiano de 30 meses de añejamiento llega a mi mesa en forma de inesperados trozos burdos con un vino Lambrusco blanco ligeramente espumoso sugerido por la señora y una mortadela combinada con jamón culatello.
Como antipastos nos trajeron un ragú con tagliatelle que es el origen del espagueti a la boloñesa que, por cierto, según nos cuentan esa salsa no debe comerse con espagueti, “Es una deformación de los múltiples viajes de las recetas al extranjero”, nos dice la nonna. Aquí se come el ragú con carne de muslo de cerdo, curada durante diez meses y rebanada a mano –denominación de origen: culatello di Zibello–, jitomate y aceite de olivo de la región.
Después nos trajeron un conejo a las finas hierbas con fagiolini y pimienta negra. Para terminar, un semifreddo con rompope y un espresso aromático, concentrado como les gusta a los italianos.
En Boloña se creó el tortellino – plural tortellini– unos moños de pasta que parecen ombligos, rellenos de carne de cerdo combinada con jamón curado, parmesano y nuez moscada, o bien en su versión más grande, los tortelloni, rellenos de queso ricotta y bañados con una salsa de mantequilla y salvia. Ambos se sumergen para su cocción en un caldo de res o de pollo de granja y se agrega queso parmesano que es otro producto que identifica la gastronomía italiana y, específicamente, la ciudad de Parma que pertenece también a Emilia Romaña.
Sin duda estamos frente a un caso de los más altos exponentes de comfort food, una delicia para el paladar más exigente y un regalo para el alma. Los aparadores de Boloña ofrecen pasta fresca, destacando los tortellini, pero también la mortadela, que es otro producto de este origen: un embutido de color claro rosado, orgullo de la región. La cortan delgadita y la sirven con prosciutto, culatello, bresaola, salamis o jamones menos grasos llamados a ettati que son más ligeros y sin grasa.
En el corazón del mercado, en el centro de Boloña, donde se venden verduras de primera calidad y pasta fresca, encontramos este lugar ideal para hacer una parada rápida a degustar los productos de la región. “El oficio de la mortadela y demás productos lo aprendí de mi abuelo”, me cuenta Davide Simoni con una mortadela de gran dimensión bajo su brazo que corta con facilidad. Artísticamente va montando los platos con cuatro tipos de embutidos y aceitunas de la región, unos trozos de queso parmesano, acompañados de una copa de vino Lambrusco o Sangiovese. La Sangiovese di Romagna –de recién reconocimiento como una Denominación de Origen– ofrece una gama de vinos ligeros y agradables, muy populares localmente, de textura sedosa y grata acidez.
La recomendación es no dejar de probar la delicia de estos vinos junto con el aceite balsámico de Módena, vecina ciudad de Boloña, donde por cierto, se encuentra el restaurante del chef Massimo Bottura, Osteria Francescana, considerado el mejor restaurante del mundo.
Texto y Fotos por: Ignacio Urquiza